El Centro Democrático propuso la reducción de la jornada laboral y se aprobó disminuirla gradualmente de 48 a 42 horas semanales dentro de los próximos cinco años. En la exposición de motivos su promotor, el ex senador Álvaro Uribe, dijo que era para mejorar la motivación de los trabajadores y la productividad laboral; pero si a eso vamos, otros incentivos hubiesen sido más efectivos para impactar, tanto lo uno, como lo otro.
La ley aprobada partió de malos supuestos. Supuso que los trabajadores estaban desmotivados y que ello explicaba la improductividad laboral. Como los promotores no sustentaron nada, la Andi los desmintió apelando al Dane y demostrando que el 93,1% de los asalariados formales estaban satisfechos con su jornada de 48 horas, y agregó el ente gremial que paradójicamente, la satisfacción se reduce para los que trabajan 40 horas o menos (90,8% de satisfacción).
La nueva ley dice que la reducción será gradual ‘sin disminuir el salario ni afectar los derechos adquiridos y garantías de los trabajadores’. Esto indica que se hizo abstracción de la jornada y supuso que significaba lo mismo para todas las ramas de actividad económica, todos los tipos de contrato y todos los tamaños de empresa, es decir, que sería lo mismo para una micro que para una grande; y equivalente para un trabajador a tiempo indefinido que para uno por prestación de servicios.
Indiscutiblemente la disminución de la jornada es una aspiración social; pero implementarla entraña retos. Se debe dotar de garantías para proteger realmente al trabajador y evitar la precarización laboral, ya que es posible que los empresarios vean encarecida la fuerza de trabajo y reducida su producción, lo que los pondrá a elegir entre contratar más fuerza laboral ¿“a igual costo”? o pagar tiempo extra. Esto último significaría encarecer más su producción, mientras que lo primero podría ser su opción razonable, máxime cuando la legislación permite contratar por horas. Si esta es la elección, se pone en mayor riesgo las relaciones laborales y se desnaturalizaría el trabajo. La extensión que tenga esta elección podría terminar reduciendo la calidad de los contratos y deteriorando las remuneraciones.
También es posible que la carga de trabajo recaiga sobre algunos empleados, lo que atentaría contra la motivación y la productividad. No se descarta tampoco que los gremios a quienes no les gustó la norma ejerzan presión sobre el salario mínimo, imprimiéndole más rigidez al mismo. Tampoco es descabellado que se fomenten nuevas formas de contratación, ya que deja abierta la posibilidad de que un trabajador “acuerde” laborar entre 4 y 9 horas al día, como si los trabajadores tuvieran poder de negociación.
En síntesis, se apeló a una aspiración social que podría terminar ejerciendo presión sobre las relaciones laborales y haciendo estallar los contratos, el salario mínimo y lo poco que queda de protección social.
JORGE CORONEL LÓPEZ
Economista y profesor universitario
jcoronel2003@yahoo.es