Limitar las libertades públicas, cuando existan motivos claros de conveniencia colectiva y no se afecta su núcleo esencial, es una de las funciones rutinarias del Estado.
La regulación del tránsito vehicular, por ejemplo, es indispensable para combatir la congestión y por razones de seguridad en el transporte. Pero algo muy distinto es restringirlas de modo generalizado para realizar experimentos sociales.
Hacerlo no es posible ni siquiera por decisión mayoritaria. Los ciudadanos no somos ratones de laboratorio y, por ende, no se nos puede forzar a participar en ellos, así su valor pedagógico se presuma elevado.
Si esto fuera admisible, bien podríamos tener el ‘día de la alimentación sana’ establecido por unas autoridades ilustradas que sabrían, mejor que nosotros, lo que nos conviene.
Así, pues, hay que rechazar de plano el argumento según el cual el día sin carro es una manera de ‘invitarnos a reflexionar’ sobre las bondades del uso de unos medios de transporte sobre otros.
Invitación que no conduce a esas hondas cavilaciones que durante el día sin carro se supone que habríamos de realizar. Las preocupaciones de la gente durante esa jornada son de otro tipo: cómo llegar a tiempo al trabajo, cuál es la alternativa menos costosa, de qué manera atender los pedidos de los clientes o explicarles que, ‘gracias’ a la Alcaldía, no podremos hacerlo.
Tal es la situación de muchos pequeños empresarios y profesionales independientes que trabajan a domicilio. El daño que se les causa es enorme.
No se pondrá en duda la superioridad del transporte colectivo sobre el privado en una urbe del tamaño de Bogotá, por eso resulta prioritario avanzar en el desarrollo del SITP. Sin embargo, como lo ha demostrado recientemente la Veedora Distrital, los resultados son pésimos.
Para introducir los nuevos tipos de vehículos de transporte público, que usan tecnologías limpias, se requiere sacar de las calles 1.000 de los tradicionales; hasta hoy ninguno ha salido de circulación. El nuevo sistema requiere más de 25.000 conductores capacitados, hay solo 4.000.
Por último, todos los cronogramas para tener en pleno funcionamiento el proyecto han fallado. Haber sacado de circulación el pasado jueves 1’500.000 carros –el medio de transporte de los ‘ricos’– hizo daño también a los ‘pobres’: unos y otros tuvieron que competir por una oferta de transporte colectivo insuficiente y de mala calidad.
Cierto es que ese día hubo un mayor uso de bicicletas que de ordinario y que este medio de transporte viene crecido significativamente. Pero el mayor uso de ellas ha sido resultado de la creación de rutas especiales, no de la restricción de los carros particulares para abrir efímero espacio a las bicicletas en unas calles que fueron diseñadas para otros usos.
Otras de las razones invocadas para justificar el día sin carro son deleznables: la reducción de la accidentalidad vial y la mejora en la calidad del aire. Sin embargo, para llegar a estas constataciones obvias no se requiere traumatizar el funcionamiento de la vida ciudadana. La accidentalidad bajaría a cero si, en vez, de impedir unos medios de transporte se nos ordena permanecer en nuestras casas todo el día. Y si hubiere menos seres humanos en el planeta respirando, o sea contaminando, el aire sería prístino.
Jorge H. Botero
Presidente ejecutivo Fasecolda
jbotero@fasecolda.com