La economía de Estados Unidos ha estado en modo normal el 98% del tiempo y ha sufrido choques catastróficos el otro 2% del tiempo restante entre 1947 y 2008 (Pindyck y Wang 2013).
Si estas frecuencias fueran similares a nivel mundial, un ser humano experimentaría una de esas crisis durante su vida (un choque catastrófico cada 50 años en promedio).
La crisis económica asociada al coronavirus es la primera recesión global en 150 años que se activa exclusivamente por una pandemia y es la crisis más profunda desde la Segunda Guerra mundial para los mercados emergentes y economías en desarrollo.
Desde marzo de 2020, varias organizaciones de todo el planeta salieron a competir en el mercado de las cuantificaciones y de recomendaciones de confinamiento. Con escasas excepciones, se usaron modelos simples para predecir fallecimientos en estructuras sociales y espaciales que tienen interacciones complejas y que no incorporaban las respuestas de los actores.
Los decisores públicos no aprendieron de los impactos diferenciales del confinamiento con la información de los experimentos naturales que ocurrieron. Universidades de prestigio mundial anterior a la crisis mostraron falencias conceptuales en proporción a los dos órdenes de magnitud de error en exceso de sus predicciones de muertes.
No se reconoció la ignorancia de todos frente a la naturaleza del choque, que obligaba a tomar decisiones de salud pública con lógica maciza y en balance con las necesidades de creación de valor económico.
Las propuestas de la profesión económica durante la primera ola fueron y siguen siendo, en general, variaciones de políticas para enfrentar choques pequeños o actualizaciones de reformas postergadas.
Este arsenal limitado se explica en parte porque la economía está anclada en la noción de equilibrio, buena para explicar, pero paralizante para diseñar soluciones.
Las transformaciones de las cadenas de valor y la reinvención de los negocios se están dando por quienes deben sobrevivir en el terreno, sin esperar opiniones de analistas.
Se debe reconocer que no hay muchos oficios con el ojo entrenado y con exposición al diseño de sistemas duraderos o la gestión de crisis. Esto depende de la escala temporal y del grado de exposición a las consecuencias de las tareas que un oficio debe resolver.
Los ingenieros civiles deben calcular las especificaciones de las presas que contienen los embalses para aguantar crecientes milenarias. Los actuarios deben examinar estadísticas de largo plazo (más de un siglo, si se puede) para calcular primas y los valores medios de la severidad y tiempos de recurrencia de los siniestros.
Los médicos de traumas y emergencias enfrentan de manera permanente problemas severos con recursos casi siempre muy inadecuados. En el otro lado del espectro, los consultores y los académicos –grupos a los que el autor ha pertenecido– no arriesgan la piel con las cifras o las recomendaciones que entregan.
Por otra parte, el ciclo de relevos en las cúpulas directivas del poder político y los negocios en ningún país puede asegurar la alineación de astros con capacidad de enfrentar un choque catastrófico.
Esta situación se evidencia empíricamente por la inhabilidad de adaptar las políticas públicas después de la primera ola de la pandemia. La comparación de un choque como la pandemia con la guerra es imperfecta pero útil.
Las guerras se ganan por una combinación de liderazgo, tecnología, visión estratégica, recursividad táctica, abastecimientos y estoicismo para aguantar cuando estos se han agotado, y el azar. Como en la guerra, la superación de una pandemia se beneficia de liderazgo con mente clara.
A diferencia de las guerras, que se pueden ganar con tecnología inferior, el mundo va a vencer a la pandemia con la ciencia, con vacunas que se produjeron en tiempos muy cortos y que reducirán muertes e impactos económicos.
Casi con nada más. La gestión de choques catastróficos en Colombia se beneficiará en el corto plazo del apoyo a la consolidación de cambios tecnológicos con impacto permanente que se asomaron en 2020 (telemedicina, educación digitalizada, logística urbana de bienes intermedios de última milla, conectividad digital inteligente, reentrenamiento laboral). En el largo plazo, la capacidad de enfrentar nuevos choques dependerá de dos grupos de acciones.
La primera acción es multiplicar por cinco el presupuesto de la ciencia, la tecnología y la innovación (CTI) de 2020 para el añ--o 2028, hasta llegar al 1,2% del PIB en investigación y desarrollo.
Esto ayudará a que los futuros arreglos productivos y sociales resistan, se puedan reconfigurar más ágilmente, y se disponga de mayor velocidad y precisión de respuesta en medicina y protección social. Como se expuso en el documento de la Misión Internacional de Sabios 2019, el aumento de la financiación de la CTI tiene dos fases: una primera, liderada por un esfuerzo público (capital público paciente), durante la cual se demuestra el compromiso del estado con el sector privado; y una segunda fase, de inversión creciente del sector privado.
La segunda acción consiste en crear un centro en ciencias de la decisión, que recupere e impulse trabajos integrados en sistemas dinámicos, decisiones bajo incertidumbre radical, gestión de riesgo, modelos de dinámica histórica (cliodinámica) y diseño de mecanismos descentralizados de tomas de decisiones con participación de numerosos actores (crowd) en redes.
El objetivo de este centro es que sus desarrollos se adopten de manera permanente y, con mucho menos esperanza, pero con gran valor si llegara a suceder, que individuos formados en formas poderosas y novedosas de pensamiento lleguen a posiciones de decisión. Se propone que este centro se cofinancie por el sector público (30%) y por empresas (70%), y que sea integrado por individuos versátiles de orientación matemática.
Parafraseando a Taleb (2010), igual que los estadísticos entienden los riesgos de las series de las ruletas mejor que los carpinteros, los matemáticos están mejor preparados para modelar los ciclos y entender las consecuencias de los riesgos de las distribuciones de colas largas que los economistas.
Juan Benavides
Investigador asociado de Fedesarrollo.