John Dower, historiador del MIT, recuerda que en los años 50 se puso de moda la expresión ‘idiotez estratégica’ para describir la irracionalidad de la dirigencia japonesa al atacar Pearl Harbor.
La idiotez estratégica no es patrimonio de un país ni se reduce a las decisiones bélicas, como puede comprobarse al revisar la trayectoria de las políticas agrarias de de Colombia desde su fundación.
La independencia de España produjo un país cerrado al comercio, minifundista, con representación política proporcional a la posesión de factores fijos y sin impuestos para construir infraestructura que conectara las regiones, y al país con el mundo.
Los líderes de la independencia eran científicos puros o rentistas en conflicto con la Corona. La pasión de los primeros por documentar la riqueza natural terminó en dolorosa curiosidad sin impacto material.
La desconexión regional y ausencia de una reforma agraria son los pecados originales del país, reflejo de la visión, ambiciones y valores propios del cacicazgo.
Hace 20 años, Alain de Janvry y Elisabeth Sadoulet de Berkeley documentaron la astucia táctica de las élites agrarias colombianas en impedir la redistribución de tierra durante el siglo XX.
El panorama actual es más complicado porque el país fue presa de una sangrienta reforma agraria en reverso durante las dos últimas décadas, con millones de hectáreas que fueron expropiadas o apropiadas por señores de la guerra (paramilitares, guerrilla, narcotráfico) y terratenientes aliados. Apropiarse de cinco mil hectáreas por la fuerza para criar caballos de paso y ganado, y esconderse de la justicia, no solo es imposible, sino disparatado en Nebraska.
En Colombia, esta misma acción en regiones distantes de la capital es todavía posible, aunque también sea disparatado.
Nuestra modalidad de idiotez estratégica consiste en haber desaprovechado desde siempre la dotación y localización para generar una agroindustria ligada a los mercados. Incluye la captura de decisiones en sectores claves del agro, en el cual su dirigencia retrasó la innovación (como el café), que subsisten por la protección (azúcar, por ejemplo) o por los subsidios (palma para biocombustibles).
Coincide con el debilitamiento del apoyo o fomento público a la investigación agropecuaria y básica. Todo esto se redondea con la tradición pública de escurrirle el bulto a decisiones drásticas en torno al futuro del agro en condiciones de globalización.
Las urgencias del ciclo político acumulan errores y profundizan la falta de imaginación.
Abundan las prescripciones para resolver los problemas del agro colombiano, tema de moda a raíz del reciente paro agrario. Las decisiones sobre apoyo a la investigación y aumento de la infraestructura tienen reducido costo político directo, pero requieren financiación, persistencia y mejora en las capacidades de estructuración.
A menos que se introduzcan incentivos (costosos) para alinear intereses encontrados, los siguientes problemas seguirán sin resolverse: ordenamiento del catastro; balance entre economías de escala para competir globalmente, generación de empleo y construcción de capital social; estrategia inteligente de reacomodación o salida en sectores con desventajas, huyendo de los subsidios, y promoción de productos de alto valor agregado.
A diferencia de la opinión de Albert Berry (El Espectador, 22-9- 2013), es clave atraer intereses urbanos al campo, pues los cambios requieren ideas frescas, coaliciones con nuevos actores y visibilidad internacional.
Juan Benavides
Analista / benavides.jm@gmail.com