Los graves problemas éticos y de moralidad pública que se presentan en el Estado y en organizaciones públicas y privadas, no pueden ser la excusa para creer que todo el Estado y las empresas están quebrantadas, corrompidas o son inoperantes. Si así fuera no existirían vías, parques, hospitales y clínicas, colegios y universidades, viviendas e industrias, aeropuertos, medios de transporte, de comunicación, programas económicos, educativos, ambientales, sociales; es decir, progreso y desarrollo.
Quizás no son siempre suficientes, ni colman todas las expectativas, necesidades y exigencias de la sociedad, ni resuelven todos los problemas, pero hacen la diferencia, y nos recuerdan que gracias al Estado, las instituciones públicas, religiosas, las empresas, las organizaciones comunitarias y de la sociedad civil, y las universidades, la sociedad funciona y está en constante transformación, quizás imperceptible, porque nos acostumbramos solo a ver los problemas, vivir en conflictos y nos olvidamos que también existen buenas obras, personas solidarias, políticos comprometidos, empresarios responsables, comunidades participativas.
Lo anterior, en las democracias –forjadas por el juego de la política y el poder– implica interacciones, alianzas, procesos comunicacionales, diálogos sociales entre todos los actores, que están mediados por la confianza entre unos y la desconfianza de otros, la cooperación entre unos y las rivalidades de otros, las empatías y las apatías, los amores y odios, la solidaridad y el egoísmo, los intereses comunes y particulares, por el bien y por el mal...
Precisamente por lo anterior, urge la necesidad de saber delimitar y diferenciar entre corrupción y dinámicas propias del sistema político y societal, definiendo las líneas éticas entre el Estado y la sociedad, porque de lo contrario toda conversación, alianza, nombramiento, asignación de contratos, priorización de obras, ejecución de presupuestos, diseños de planes y programas, serían corrupción o estarían permeado por la desconfianza.
Si no logramos definir las líneas éticas, en las relaciones entre los gobiernos, las empresas, los ciudadanos, las organizaciones, los electores, los voluntarios y aportantes de las campañas políticas, los gremios, los intereses sectoriales, los grupos de presión, todos podrían quedar excluidos de las interacciones con lo público y la política, porque siempre existirá una u otra relación entre unos y otros, pues todo gira alrededor de la política: normas, elecciones, presupuestos, impuestos, regulaciones, derechos, deberes, entre otros.
No se puede caer en la generalización de que todo es corrupción, que lo público no sirve, porque esa teoría estaría proponiendo acabar con lo público, que es la esfera del bien común y reemplazar el Estado y los gobiernos por máquinas o inteligencia artificial, o por el bien particular de unos pocos.
Los problemas sociales, económicos, ambientales, de corrupción, de convivencia, de inseguridad y violencia, de inequidades y desigualdades, de pobreza y exclusión, son reales –desde luego– y exigen respuestas oportunas, a través del fortalecimiento, la gobernanza y la confianza de lo público, la responsabilidad social y ambiental de lo empresarial y privado, el compromiso de la sociedad civil, la ética de las personas, que en definitiva, será la ética e las instituciones. También exige retomar el sentido humano, el aporte de cada persona en su propio contexto y circunstancias particulares de vida, porque, de lo contrario, siempre veremos los problemas en los demás y en las instituciones, y se nos olvida que también somos parte del problema, pero más aún, parte de la solución.
columnista
La cuestión pública
Los problemas sociales, económicos, ambientales, de corrupción, convivencia, inseguridad y violencia, inequidad, desigualdad y pobreza son reales.
POR:
Juan Carlos Montoya A.
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