Cuando nací, en 1953, Bogotá sumaba ochocientos mil vecinos, y diez de los trece millones de colombianos que ocupábamos la nación eran campesinos. Por entonces, casi nadie en el mundo, educado o no, al oír la voz Colombia podía señalar el curioso garabato en la punta de Suramérica que configura la geografía que habitamos.
Hoy, la población de Bogotá supera los ocho millones, el país se acerca a cincuenta y solo el 25 por ciento de ese total trasiega en el campo. Por lo demás, cualquier extranjero, educado o no, ahora, al oír la voz Colombia, en el acto ubica el garabato en un planisferio. El ascenso, si no a la fama, por lo menos sí a nuestra complicada notoriedad, se debe a muchas cosas, pero, para efectos de brevedad, limitémoslas a: café, cocaína, García Márquez, el ciclismo, una selección de fútbol desigual, pero folclórica y, last but not least, el garabato mismo: la alucinante geografía colombiana.
Dos cosas me hicieron mucha falta los años que viví fuera: el arroz blanco con las comidas y el paisaje, los paisajes. Heráclito dijo: “carácter es destino”; yo digo: ‘paisaje es carácter’. La desabrida hermosura de la campiña inglesa, desprovista de contrastes, no podía paliar mi hambre de natura. Definitivamente, prefería morir de fiebre en la manigua, que de tedio en los apacibles condados del sur de Inglaterra.
Proclives, como somos, a hacer las cosas mal por falta de mesura cuando lidiamos con nuestros entusiasmos, si vamos a abrir el país al turismo de propios y extraños, más nos vale antes protegernos de nosotros mismos para no acabar con lo que nos constituye, a saber, las seis colosales cuencas del garabato: la del Atlántico, la del Pacífico, la de la Orinoquia, la de la Amazonia y la doble cuenca entre cordilleras de los ríos Magdalena y Cauca.
Tres instancias de advertencia con paisaje de fondo (1970 - 1990): Sierra Nevada de Santa Marta, playas Cañaveral y Arrecifes y Cabo San Juan:
1) En las noches, el golpe rotundo de olas de mar abierto contra la estribación de la Sierra repercute en los sueños de los veinte o treinta viandantes que pernoctan en ecohabs, carpas, hamacas o al descampado; en el día, el blanco resplandor de la luz reverbera como salitre, el repetido eco marino, toujours recommencée, soslaya impasible conflictos entre propietarios y la CAR. 2) En Cañaveral, los ecohabs decaen clausurados; turistas colombianos acampan en carpas de resonante bafle; hippies criollos guardan circunspecto silencio en Arrecifes y San Juan. 3) Los servicios comunales de Cañaveral han colapsado; el camping, inmerso en un barullo de música estridente, hiede a orines; en Arrecifes y San Juan, grupúsculos de lumpen europeo, ajenos a la lengua, a los monos aulladores, a olas y alcatraces, languidecen dopados en hamacas.
Pero surge un farol de luz para el posmilenio: entre los ríos Guachaca y Buritaca, en hostales como Rancho Luna y Las cabañas de Ios, lugareños y peregrinos procuran, con epicúrea diligencia, conservar la vertiente norte del macizo.