Las primeras impresiones, equívocas o no, son inexorables. En el caso de Inglaterra, mis primeras instantáneas fueron tres. En primer lugar, descubrí el espacio público. Y lo hice por defecto, porque en Bogotá, por entonces, no existía. No había ese sitio que allá ocupaban ancianos, mujeres y niños en tropel: las calles y parques de todos los barrios de Londres.
Durante la década de 1980, Bogotá era una ciudad de aceras invadidas, donde coger un bus era imposible, si se tenían más de cincuenta años. Los únicos perros a la redonda, casi siempre ocultos a la vista, gruñían tras rejas de casas similares a cárceles y la palabra parque era sinónimo de vertedero y atracadero en todos los barrios de la capital. Pensé, ante semejante contraste, que Europa debía ser un continente anciano y que, por lo menos en el Reino Unido, proliferaban además unos cochecitos dobles con bebés gigantes empujados por jóvenes y no tan jóvenes madres.
La segunda impresión hizo añicos un cliché extendido: esa supuesta elegancia inglesa de dedito parado, té con galleticas y escenas insulsas de caza. Nada más lejos de la realidad. Si algo veneran los ingleses es la excentricidad y el mal gusto, virtudes que ostentan, la primera, particularmente en la academia, la segunda, todos y sin pudor los domingos en los parques.
La tercera impresión, sin embargo, confirmó otro lugar común muy difundido: el de la legendaria chispa inglesa, que resultó ser mucho más cierta y profusa que su famosa (y discutible) flema: los ingleses, y por extensión los habitantes de las islas británicas, en efecto cultivan el desenfado verbal, el gusto por el juego sonoro y semántico de las palabras… de allí su humor y su inteligencia.
Me impresionó el grado de elaboración del discurso de los británicos cuando quiera que los entrevistaban a propósito de cualquier cosa, por televisión o por radio: todo el mundo tenía una opinión forjada, o mejor, era capaz de expresarla.
Qué distinto a los farragosos y oscuros balbuceos que ocupan nuestras ondas radiales y pantallas de televisión con los lamentables esfuerzos orales de toda la pirámide social colombiana, de presidentes para abajo, nuestro infatigable ‘…de que, mejor dicho, como quien dice…’.
Tras esa década, una cosa me quedó clara: el alto grado de articulación de los británicos en general, se debía en buena medida a una institución concreta, la BBC que, sobre todo después de la Segunda Guerra, ilustró a los súbditos británicos a través de una radio (cuatro emisoras) y una televisión (dos canales), con contenidos de altísima calidad. Las 3.200 horas de BBC televisión y radio superan cualquier baccalaureate europeo, ni se diga uno colombiano.
Aquí, sin embargo, las dos grandes programadoras, excepto por sus remotos pinitos promisorios, explotan radio y televisión con filisteísmo fácil, con contenidos infantiles, truculentos o tóxicos. El costo es oneroso: audiencias desinformadas y sin criterio. Urge cuestionar la función de los medios y preguntarse por el sobrevalorado oficio de la ‘comunicación social’, mucho más con constituyente casi a bordo.
Juan Manuel Pombo
Profesor y traductor
juamanpo@yahoo.com