Casi todos hemos oído que los esquimales tienen muchas palabras para designar los distintos matices del blanco. La verdad, lo mismo puede decirse del vocabulario que circula entre quienes practican este o aquel oficio. Basta escuchar a un par de hombres-araña preparando sus enseres para limpiar la fachada de un edificio, a un ruso sentando ladrillo con su aprendiz o a un técnico electricista explicando por qué no funciona el microondas, para maravillarnos ante la profusión (y precisión) de su terminología. Cosa que no ocurre, dicho sea de paso, con la confusa verborrea de mucho ‘profesional’ que medra en la academia.
Lo traigo a cuento para hablar de un asunto lingüístico igualmente fascinante, pero quizá más complejo. Fui educado en un colegio de religiosos benedictinos provenientes de la región central de EE. UU., el famoso Midwest. Un equipo docente culturalmente híbrido, porque eran gringos y angloparlantes, pero católicos, un matiz interesante.
¿Hasta qué punto el idioma que hablamos nos constituye? ¿Hasta qué punto la lengua es nuestra patria? Cuando se llegaba tarde al colegio, tocaba pasar por la oficina del padre rector para explicar la tardanza. Al hacerlo, engranábamos de manera automática en cuestionable, pero extendido Spanglish para proferir nuestra excusa en pésimo inglés: “Sorry, Father, the bus left me”, expresión que, acto seguido, el reverendo siempre volvía a corregir con rigurosa precisión sintáctica y moral: “The bus did not leave you, Mr. Pombo, you missed the bus”.
Justo ahí, en ese par de frases sencillas, subyace la esencia de aquel cliché que reza que cualquier otra lengua es otro mundo, y de qué manera. En español, el bus nos deja, la culpa es del bus; en inglés, por el contrario, el sujeto de la oración es quien no está donde debería estar a la hora indicada. La mera sintaxis del inglés asume desde sí al sujeto de la oración como responsable de la acción y sus posibles consecuencias: una posición luterana sin ambages. No en balde las cosas en español parecen tener vocación suicida: los floreros se rompen, las licuadoras se dañan, las ollas estallan, los aviones se caen y las llaves se pierden… nadie tumba nunca floreros ni rasga cortinas, ni olvida nada en ninguna parte…
¿Hasta qué punto sintaxis que expresan perspectivas del mundo tan distintas conllevan valores igualmente distintos? Es un problema que desborda las pretensiones de esta reflexión, pero no me cabe duda de que sí conducen a comportamientos (y tienen consecuencias) muy diferentes.
No en vano, al preguntarle al historiador colombianista Malcolm Deas por el cacareado problema de los “valores” en Colombia, alguna vez contestó que nuestro problema no era de valores, sino más bien de comportamientos. Así las cosas, cabe preguntarse ¿cómo suele hacerse del mundo árabe islámico, si el ámbito hispano católico tampoco se aviene bien a la idea de una democracia mesurada y transparente? Pienso en Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España, países desdeñosamente llamados PIIGS, por sus iniciales en inglés… sí, como en lechones garosos mamando de la UE.