En inglés definen serendipity como “la facultad de hacer descubrimientos afortunados sin proponérselo”. En otras palabras, una instancia de ‘serendipia’ ocurre cuando alguien, por azar o accidente, descubre algo importante e inesperado. ¿Pero sin procurarlo?
Veamos: dos ejemplos clásicos de la susodicha serendipia son, por un lado, el de Arquímedes, cuando descubrió que la magnitud de la fuerza que mantenía a flote su cuerpo era equivalente al peso del agua que desalojaba al introducirse en la bañera. Acto seguido, acuñó el famoso alarido ¡eureka!, lo he encontrado, per saecula saeculorum.
Por el otro, el de Newton, cuando la famosa manzana le cayó sobre la cabeza y el tipo dio, ni más ni menos, que con la ley de la gravitación universal.
Con seguridad, Arquímedes no fue el primer hombre que se metió en un tonel con agua ni Newton el primero al que le cayó una manzana en la cabeza. Ahora (por aquello del lugar y la hora indicada), me pregunto cuánto tiempo se habría postergado la llegada a la Luna si, en lugar de una manzana, hubiera sido un coco lo que da con toda su gravedad en la mollera del buen señor.
Sea como sea, me parece que en casi todos los casos de serendipia, la suerte ha sido sobrevalorada. Si Arquímedes y Newton no hubieran estado bien preparados para sacarle jugo a la instancia prosaica que los inspiró, con seguridad aquellas instancias preñadas de posibilidades asombrosas se les habrían escapado, como todos los días se nos evaden al común de los mortales. La súbita clarividencia de la que disfrutan estos ‘genios’ tras el ‘afortunado’ incidente (por lo demás casi siempre cotidiano) no es resultado del azar, sino de una enorme curiosidad acompañada de la más atenta observación.
Cambiando lo que corresponde, es decir, la estratósfera de los genios por el aire que respiramos los hombres comunes y silvestres, creo que todos contamos con la facultad de la serendipia, y que, en efecto, hacemos usufructo de sus ‘milagros’ cada vez que de verdad nos proponemos buscar algo y, ¡oh, milagro!, lo encontramos.
Hace poco me vi urgido de un apartamento porque solicitaron aquel en el que vivía. Ante el aprieto, no tuve más remedio que ponerme las pilas y empezar a buscar, en todos lados y a través de todos los medios: avisos clasificados, amigos, Internet, mi madre (proverbiales proveedoras de serendipia en momentos de necesidad) y, sobre todo, mucho mirar para arriba, para abajo y para los lados en busca de avisos de ‘se arrienda’, hasta que un buen día di con uno que superaba mi miopía: estaba en un piso 11. Le pregunté a un joven transeúnte que si alcanzaba a leer el número telefónico. Lo vio, lo dictó, lo anoté, llamé y… ¡oh, milagro! Perfecto: 50 m2, vista colosal, a dos cuadras de la séptima, a dos del Transmilenio y apenas para mi bolsillo. ¿Azar?, ¿suerte? No, creo que aquí, repito, viene más al caso aquello de que el que busca encuentra.
Juan Manuel Pombo
Profesor y traductor
juamanpo@yahoo.com