Los oráculos siempre han sido confusos, como los horóscopos, las pitonisas de circo y las estadísticas. Muy joven, durante una juerga, Edipo se entera, entre gallos y media noche, de que no es hijo de sus supuestos padres. Para salir de dudas visita el oráculo de Delfos y allí le dicen que matará a su padre y desposará a su madre. Entonces emigra para evitar ese destino y, en un cruce de caminos, mata a un caballero con escolta que, arrogantes, casi lo zurran por forastero y por no saber quienes son. El muerto fue Layo, rey de Tebas y padre biológico de Edipo. Lo demás es historia.
La opacidad ha sido siempre el recurso no solo de toda suerte de reyes, adivinos y profetas, sino, desde hace poco más de dos siglos, también de políticos y economistas. No por casualidad las comillas le sientan tan bien al calificativo de ‘ciencias’ cuando se trata de asuntos tan resbaladizos como la economía y la política. Tampoco sorprende, por tanto, la profusión de errores y equívocos que cometen en sus nombres.
Desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, más o menos cada medio siglo, llega con su propio abracadabra para la panacea: el laissez faire, laissez passer, que conduciría a la felicidad burguesa per se; la lucha de clases, que implantaría la dictadura paradisíaca del proletariado; el proteccionismo, que garantizaría autonomía alimentaria para todos los pueblos del mundo; la socialdemocracia liberal, que pondría fin a los excesos del capitalismo salvaje, y ahora, la poda del Estado, acompañada de las ‘ecuánimes’ leyes del mercado que generarán abundancia sin fin para todos.
Crecer, crecer y crecer, parece ser el mantra de nuestros tiempos en todas partes del mundo. Cuestionar ese mantra parece tan risible como “Simón el Bobito pescando en el balde de mamá Leonor”. Pero resulta que la entropía no es un capricho ocasional de la naturaleza: todas las cosas terminan por agotarse, incluso los mercados. Peor aún, justamente eso, crecer, crecer y crecer, describe bien un desorden celular mortífero, mejor conocido como cáncer.
La adquisición agresiva de empresas con el único objeto de crecer, asumida como axioma del éxito, ha dejado a más de un Goliat en coma terminal. Por estos días, vi un titular de inusual humor negro, Toys Were Us, con la tipografía de la empresa que empezó fabricando cunas para bebés en Nueva York y que hace poco enterraron tras varias fusiones fallidas y la pretensión infantil de que todos queremos vivir en un parque de diversiones administrado por un gran algoritmo que anticipa, con pitos electrónicos, nuestros más pueriles antojos, al tiempo que caminamos por la playa o el mall.
Lo que no ven los alelados profetas del big data –como tal vez tampoco vio el zapatero de Apeles– es que el arte ha sido siempre, de manera mucho más profunda, justamente eso: un testimonio de nuestra pretensión de totalidad, desde Altamira y Chiribiquete, pasando por Bach y Cézanne, hasta los versos de José A. Silva y/o Jiménez.