Los titulares que llegan desde Venezuela parecieran un viaje al pasado, a tiempos de las dictaduras latinoamericanas. Mientras la Asamblea Nacional padece un recorte de poderes y de legitimidad por parte del Ejecutivo, cada día un mayor número de ciudadanos se suman al rechazo popular que genera la concentración de poderes, la incapacidad para manejar el país, la ineficacia en las soluciones para superar las adversidades (inflación disparada, escasez de alimentos, desempleo y congelamiento de la inversión extranjera) y el desconocimiento de la Constitución.
La esperanza de un país se pierde cuando la institucionalidad desaparece, y eso es lo que sucede en Venezuela. Ninguna entidad del Estado cumple su función a cabalidad porque depende del capricho del Ejecutivo. Sin ninguna garantía para la oposición, apenas necesaria en una democracia para equilibrar los poderes, el presidente Nicolás Maduro ha optado por impedir que se lleve a cabo un referendo revocatorio, además de haber desconocido cualquier norma legislada desde la Asamblea Nacional (hoy en mayoría opositora).
El Legislativo representa la voluntad popular de los ciudadanos, reflejada según la participación regional. Desconocer el hecho político que significa la Asamblea Nacional es despojar al país de cualquier indicio de institucionalidad y de estabilidad jurídica. No hay debates, ni propuestas o proyectos. Solo adjetivos, bloqueos desde el Palacio Presidencial a cualquier iniciativa y un asfixiamiento financiero al órgano Legislativo.
Cómo no creer que Venezuela se encamina hacia la transformación de un Estado fallido cuando el suministro de bienes y servicios básicos como alimentos, productos de aseo, medicamentos, e incluso la tecnología, es imposible o de difícil acceso. En ese contexto, el papel que juegan las instituciones en la búsqueda de la defensa del ciudadano, o de las garantías de democracia, es nulo. Y aunque Venezuela mantiene relaciones con algunos países, cada vez se aisla más en la región. La relación comercial o política con socios tradicionales se dificulta, en la medida que deteriora el tejido constitucional.
Venezuela no tiene excusa para encontrarse en el lugar actual. Ha gozado de un precio del petróleo de 120 dólares que le permitió, incluso, promover programas sociales que superaron los límites de sus fronteras. Ha gozado de presencia internacional en importantes organismos multilaterales, gracias a su peso económico, y ha accedido a programas de cooperación multimillonarios con los gobiernos de China y Rusia.
En ese momento, tuvo la oportunidad –claramente desaprovechada– de haber de vender menos materias primas y más valor agregado, o también de producir más y comprar menos.
Resulta una paradoja creer que Venezuela y su presidente se convirtieron en la referencia latinoamericana de lo que no se debe ser un modelo económico agresivo, distorsionado y desconectado a nivel global.
Atrás quedaron los tiempos en los que los colombianos viajaban al vecino país a buscar oportunidades, o cuando Venezuela marcaba la agenda económica de la región. Aunque el futuro es incierto, solo queda la presión internacional y el compromiso de todas las voces por visibilizar una necesidad de cambio.
Juan Manuel Ramírez Montero
Consultor y analista
j@egonomista.com
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Venezuela, un Estado fallido
Ninguna entidad estatal realiza sus funciones porque depende del capricho del Ejecutivo.
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Juan Manuel Ramirez M.
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