El pasado domingo, la contralora Sandra Morelli dijo que la Ley de Garantías solo sirve para frenar el funcionamiento del Estado, y tiene razón.
En la víspera de la entrada en vigor de la famosa norma no fueron pocas las entidades, por no decir todas las oficinas del Gobierno, que trabajaron hasta altas horas de la madrugada para dejar lista la contratación de los próximos siete meses.
Esta práctica que se vive en Colombia cada dos años, según la elección que se encuentre más cerca, ralentiza el ritmo de un país que reclama andar a pasos más largos. Para nadie es un secreto que en el primer año de gobierno tanto regiones como Nación aprovechan la luna de miel para afianzar relaciones y sacar algunos proyectos adelante. El segundo año, como el cuarto, es Ley de Garantías, así que la contratación marcha a un ritmo diferente. El tercero, como es sabido, es el de ponerse al día frente a las metas no alcanzadas.
En menos de lo que imagina cada ciudadano, terminan los gobiernos locales sin cumplir todos los indicadores trazados, con solo dos años de ejecución y otros dos en Ley de Garantías –a media marcha–; en general, ese es el transcurrir de un país electorero que se debate entre periodos cortos de gobierno y elecciones atípicas en las regiones.
Un panorama dañino para cualquier democracia, y particularmente para la nuestra, que cada mes que transcurre sin carreteras, puertos, metros, sistemas integrados de transporte o mejores aeropuertos se rinde ante milagros económicos como los de Ecuador, Brasil o Panamá.
Se han propuesto periodos de seis años, mejores salarios para los funcionarios públicos, menos consultas previas en cada proyecto y hasta constituyentes para comprometer a los gobernantes a no cambiar de rumbo en cada periodo, pero la realidad es que normas tan simples y restrictivas como la Ley de Garantías constituyen un freno de mano al progreso del país, y una amenaza para la planeación de los proyectos.
La norma, en realidad, difícilmente brinda garantías para el buen uso de los recursos públicos; por el contrario, impide la proyección acertada de cada gasto o inversión que se quiera realizar; se trata de un verdadero homenaje a la ‘leguleyada’, pero, además, una oportunidad para acabar con una norma que en el fondo no sirve para nada.
Basta con mirar en América Latina y preguntar: ¿cuántos países tienen este tipo de restricciones?
Una cosa es brindar garantías y otra muy distinta paralizar a todo un país desde el enfoque del gasto público.
Juan Manuel Ramírez Montero
Consultor privado
Twitter: @Juamon