Seguramente, los más pobres dirían que soy rica y los más ricos que soy pobre. Ni lo uno ni lo otro, vivo cómodamente sin lujos y lo poco o mucho que tengo –todo es relativo, y yo prefiero pensar que tengo lo suficiente– me lo he ganado bien. Asumo, sin embargo, que mis oportunidades han sido mayores que las de una inmensa mayoría de la población, y en esto suscribo las teorías sobre la equidad como igualdad de oportunidades, en contraposición al concepto de igualdad pura y simple –tener todos lo mismo, sin distinción de mérito– que, de forma hipócrita e irrealista, nos venden ahora desde el ‘populismo del siglo XXI’.
El pertenecer al ‘medio’, al baile de los que ni fu ni fa, tiene sus desventajas: no se es lo suficientemente rico como tener que andar protegiendo privilegios, con la arrogancia de quien cree no tener nada que perder; ni suficientemente pobre para sentirse víctima y reclamar derechos, con la temeridad de quien verdaderamente no tiene nada que perder. La condición incierta de quienes no somos ni lo uno ni lo otro, la misma que invita a rechazar todo extremismo ideológico o fáctico, venga de donde venga.
En este contexto de extremismos, malos todos por definición, y por experiencia histórica, en el que estamos naufragando como país –efecto contagio del continente y producto de una idiosincrasia perversamente inclinada a vivir del mal ajeno y no del bienestar propio– es la clase sánduche mayoritaria, la que definirá –o debería definir–, en últimas, el destino de la nación. Gran responsabilidad para una clase media irresponsable que, por lo general, no vota porque no tiene intereses particulares como los más ricos ni se ve obligada a venderse por el tamal o el bulto de cemento, como los más pobres.
Cuando me pregunto entonces ¿cómo votar? , lo primero que pienso es que obviamente, como alguien que tiene un par de bienes comprados con su trabajo juicioso y honesto, no quiero que me quiten nada (ya con los impuestos que pago siento que mi cuota está cubierta). Pero tampoco –y esto es mucho menos obvio– que me regalen nada.
Por eso, ni Robin Hoods ni ‘pejes’ ni Trumps. Tal vez todos identificamos a Robin Hood, personaje de cuento cuyo modus operandi era quitarle a los ricos para darle a los pobres. Parecido a las ideas del hoy candidato a la presidencia de México y otrora gobernador del Estado del mismo nombre, Andrés Manuel el ‘peje’ López Obrador. Parecido, en fin, a la doctrina que llevó a Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela en 1999: promesas populistas –por naturaleza irreales e irrealizables, sin sumir al país en la miseria– tipo Robin Hood. Igual que Castro en Cuba, que Chávez en Venezuela y cuanto oportunista ambicioso, ávido de poder repite sin ninguna vergüenza, estos compradores de la desgracia y el resentimiento colectivo, al subir al poder se convierten en los peores opresores de la clase trabajadora y obrera en beneficio de sus familiares y compadres.
En el otro extremo, pero con el mismo perverso oportunismo, están los Trumps. Sujetos que a punta de provocaciones burdas también recaudan adeptos ávidos de exprimir la desgracia de otros para ejercer su pretendida superioridad moral y, por tanto, defender sus ‘merecidos’ privilegios. El remedo de Trump colombiano, afortunadamente no ha pegado, porque aquí no hay tanto rico ignorante como en Estados Unidos, pero no hay que confiarse.
Pues bien, así estamos en Colombia. Por eso los Robin Hoods y los ‘pejes’, los populistas del siglo XXI, tienen tanta acogida, porque aquí –con excepciones que no alcanzan para hacer verano– no nos gusta vivir del éxito propio, sino del fracaso ajeno; quitémosle a los ricos, ahuyentémoslos del país, hagámonos miserables todos, parece ser la consigna.
Ojo, la comparación con Venezuela no es un cliché más. Es una posibilidad aterradoramente cierta. Puede que sea usada por algunos para propósitos electorales, pero definitivamente debemos usarla todos para fines vitales. Porque hoy no son precisamente los ricos quienes están huyendo hambrientos de ese país (ellos hace rato viven en Miami), son los pobres, los más pobres, aquellos a quienes en 1999, a punta de sembrar odio, les prometieron que los ricos tradicionales no reinarían más. Y les cumplieron. Los ricos tradicionales no reinaron más, ahora reinan los nuevos ricos, los amiguetes de Chávez y de Maduro.
Por eso, no quiero Robin Hoods que le quiten nada a nadie (seguramente yo no caigo entre los que clasifican para quitarles, cómo tampoco caeré entre los que clasifican para darles), pero tampoco quiero Trumps que consideren que, efectivamente, hay una raza superior que merece ser privilegiada y el resto es escoria.
Volver el tema una lucha de clases y hasta de razas ha sido la táctica utilizada por los populistas del siglo XXI. De un lado y del otro. Y lamentablemente ha funcionado . Y funciona porque seguimos creyendo tontamente que los extremos se moderarán al estrellarse con las ‘instituciones’ y la cordura reinará. Pues no sucedió así con Chávez. Tampoco con Trump. Y no ocurrirá con López Obrador, de subir este al poder. Mientras tanto, en Colombia seguimos boquiabiertos presenciando las catástrofes del siglo XXI, pero pensando en votar por el Robin Hood criollo –y algunos pocos por el Trump criollo–, convencidos de que sus ideas locas son solo ideas, que lo de quitarle a los ricos para darle a los pobres, o viceversa, son solo consignas populistas. No es así, no lo será. El problema es que en algún momento ya no habrá más que quitar, así como tampoco más que dar, queridos compatriotas.