La situación que afronta nuestro vecino país –y aliado en mejores épocas– es alarmante, y no podemos ser ajenos a lo que allí ocurre por dos razones: es una fuerte señal de alerta de lo que nos puede pasar si seguimos con nuestra apatía frente a la corrupción, a los grandes temas de interés nacional y a las amenazas que nos asechan, como la que llegó a Venezuela y se instaló, sin dar muestras de cambio; y porque es imposible ignorar el sufrimiento, las torturas y vejaciones que están sufriendo todas las personas que osan disentir y protestar de alguna manera.
Se ha criminalizado la protesta civil, se han judicializado todas las expresiones de inconformidad, la represión ha llegado a límites intolerables y tiende a empeorar, en la medida en que el Gobierno y el régimen continúan debilitándose. Dirigentes como Leopoldo López o el alcalde Ledezma están presos, lo mismo le espera a María Corina Machado; el piloto González supuestamente se suicidó –pero si lo hizo fue a consecuencia de las torturas–; a los estudiantes se les asesina, apresa y tortura, encerrándolos en lo que denominan ‘la tumba’.
Parece que Venezuela viviera aislada del mundo, o por lo menos de Suramérica, ningún gobierno se pronuncia, y si lo hacen es para declarar que se respeta la autonomía. Esa soberanía que es principio del derecho internacional, pero que tiene límites cuando se trata de derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Los primeros son inherentes al ser humano por el solo hecho de serlo: el derecho a la vida, a no ser sometido a torturas o tratos inhumanos, crueles o degradantes y no pueden ser suspendidos, ignorados, ni violados. Tampoco puede detenerse arbitrariamente a las personas o presumir su culpabilidad. Esto lo ha sostenido el comité de derechos humanos de la ONU.
En el caso de Venezuela, los derechos humanos han sido violados de múltiples formas y no es comprensible por qué organismos como la ONU, OEA, Unasur, no actúan. Solo algunos países europeos han pedido la libertad de Leopoldo López y de todos los presos políticos, y EE. UU. ha tomado algunas acciones. Pero nada de eso parece afectar al Gobierno de Maduro, que, por el contrario, cada día arrecia su discurso y sus acciones.
En Venezuela no existe separación de poderes, principio esencial de la democracia, no hay debate en el Congreso, ni este ejerce ningún control político, porque la mayoría de legisladores pertenecen al régimen, el Presidente impone lo que, a capricho, decide y la justicia está cooptada.
A los empresarios les han diseñado nuevos delitos para encarcelarlos por orden suya, con el fin de tratar de hacer creer al pueblo que son los responsables del caos económico, del desabastecimiento, de la pobreza, del desastre en que acabó de sumir a un país, otrora rico y próspero.
Ahora, con la ley habilitante contra el imperialismo, va a asumir nuevos poderes que agravarán la dictadura existente y llevarán a Venezuela a un régimen aún más absolutista. El remedo de elecciones que habrá este año no será sino eso, un remedo, porque la oposición está presa y amenazada y los valientes que son capaces de salir a las calles, y llamar a un cambio, serán encarcelados o asesinados.
Ojalá la misión que ha emprendido el expresidente Pastrana con sus colegas de Chile y México continúe, que convoquen a otros gobiernos o expresidentes y lleguen a los organismos internacionales y a las ONG de derechos humanos para lograr el cambio de ese cruel régimen, o por lo menos la contención de los hechos represivos y violatorios que está imponiendo, y el ejercicio de unas elecciones realmente democráticas.
María Sol Navia V.
Exministra de Trabajo
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