La noticia pasó casi inadvertida en medio de tantas ejecuciones extrajudiciales. EL TIEMPO la publicó con cierto despliegue hace más de un mes, pero no se volvió a hablar de ella, ni suscitó ningún comentario. El titular a tres columnas en una página interior era escalofriante: "Para tener 5 días libres, militares mataron a campesino de 19 años"; y el subtítulo no lo era menos: "Soldado confesó que hicieron una 'vaca' para comprar la escopeta que le pusieron entre las manos, lo pararon en un puente y le dispararon".
Cuando apareció el muerto junto con la escopeta, la versión oficial del Ejército fue que era un subversivo que trataba de volar un puente en El Peñol (Antioquia) que murió en enfrentamiento con las tropas regulares. La verdad se pudo conocer porque la familia del campesino asesinado denunció el hecho y logró que la justicia civil condenara a un suboficial y tres soldados que, para ganarse el premio que el Ejército les ofrece a quienes maten guerrilleros, armaron con frialdad el falso positivo.
Las reacciones ante un hecho abominable como este son predecibles. Unos dirán que se trata de un caso aislado, de manzanas podridas que no comprometen a las Fuerzas Armadas, mientras que en el otro extremo se dirá que son tantos los casos de falsos positivos que ya forman parte de la estrategia de la Seguridad Democrática. Unos dirán que es un ejemplo del buen funcionamiento de las instituciones, la Fiscalía y la Justicia ordinaria, que no dejaron impune el crimen, mientras que otros pensarán que es la excepción que confirma la regla de las arbitrariedades que debe soportar la población civil en las zonas de conflicto.
Pero más allá de los debates políticos alrededor del caso, hay una pregunta que debemos respondernos: ¿qué está en la mente y en el corazón de unos jóvenes colombianos de 20 ó 25 años que los lleva a menospreciar la vida de otro muchacho como ellos a tal punto que están dispuestos a sacrificarla a cambio de una miserable recompensa de 5 días de permiso y algo de plata? Aquí no hay motivaciones políticas ni ideológicas; no se trata de desaparecer a un sospechoso de colaborar con la guerrilla, ni de silenciar a un opositor incómodo. Es solo el afán del premio material.
Se pueden intentar explicaciones psico-sociales, como buscar antecedentes de violencia o abuso infantil en los familias de esos soldados, o atribuirlo a un comportamiento de pandilla, al que son tan susceptibles los adolescentes, o pensar en la mentalidad del sicario que con un escapulario en la mano se persigna antes de disparar a su víctima solo para ganarse unos cuantos pesos. En algo contribuyen estas hipótesis a entender este tipo de comportamientos cuando son de personas independientes, pero no cuando se repiten dentro de una institución como el Ejército, que se supone debe controlar esas conductas individuales.
Tal vez el problema radique en el esquema de incentivos que se ofrece como fruto de una visión en la que predominan los medios (matar guerrilleros) sobre el fin (alcanzar la paz). Cuando a un joven soldado sin mayor formación le ofrecen premios por dar de baja a los enemigos de la patria, es grande la tentación de empezar a inventarse enemigos para ganarse los premios, porque entonces la muerte puede llegar a convertirse en un objetivo en sí mismo, como lo fue en la guerra civil española, donde se impuso el grito de "Viva la Muerte", consigna del nefasto general Millán-Astray.
Uno todavía espera que la tradición democrática del Ejército colombiano lo aleje de estos extremos, porque su misión constitucional es garantizar la convivencia en paz de todos los colombianos, pero vale la pena revisar si el esquema de incentivos adoptado es útil para estos propósitos.