Cuánta distancia hay algunas veces entre el mundo personal y el de allá afuera. Juiciosamente tratamos de mantenernos al tanto de las tendencias de lo que nos rodea, pero una cosa es la comprensión intelectual y otra la vivencia profunda que afecta nuestras existencias.
Pero, de vez en cuando, lo más crudo de la realidad roza como un meteorito nuestras vidas, y nos da la oportunidad de abrir una ventana para entender mejor ciertas cosas.
Estas son las tendencias de lo que nos rodea: según el registro del Sistema Médico Forense Colombiano, desde el 2006 se ha dado un aumento del suicidio en el país, especialmente entre los jóvenes.
Las cifras son elocuentes: más de la mitad de los suicidios registrados en el 2011 correspondió a personas que estaban entre los 15 y los 34 años.
La mente registra esos datos y la vida personal sigue adelante, hasta que de repente los meteoritos empiezan a acercarse.
Primero, una hermana le cuenta a uno que se suicidó el hijo de unos conocidos.
Poco después, uno se entera de que el hijo de una amiga escritora se quitó la vida, y ahora uno recibe con estupor la noticia del suicidio del hijo de unos amigos de la época de la universidad, con quienes ha habido horas de rumba y felices encuentros en la vida profesional.
En el momento de darles el abrazo de condolencia, colisionan las dos realidades, la de las frías estadísticas y la del corazón arrugado.
Y es entonces cuando se abre esa ventana que nos ofrece la oportunidad de entender ciertas cosas, pero con la condición de que para comprenderlas hay que abordarlas entre todos y no cada uno en su propio laberinto.
Y en ese instante dan ganas de decirles algo a los amigos y también al mundo que sigue girando indolente, ajeno a las tragedias personales de cada cual.
A pesar de la urgencia, o quizás debido a ella, uno no sabe cómo expresar lo que querría decirles a los amigos.
Para mí no es fácil entender la naturaleza de su dolor, sobre todo teniendo en cuenta que hace mucho tiempo decidí no tener hijos porque no me gusta el curso del mundo que me rodea.
Ante la insuficiencia de las palabras, uno decide dejarlas de lado y ofrecer simplemente el apoyo y la solidaridad, que al fin y al cabo son la materia esencial de los lazos que nos permiten sobrevivir como especie.
Lo que sí está claro es lo que uno quiere decirle al mundo: algo tiene que estar funcionando muy mal en nuestra cultura para que cada vez más jóvenes decidan quitarse la vida. ¿Cuál es la naturaleza del problema y cómo se resuelve?
Algunos dirán que esas inquietudes las deben abordar los especialistas y aquellos infortunados a quienes les ha tocado la mala suerte.
Pero esa es una posición completamente equivocada. Esas preguntas son fundamentales para una sociedad que está viendo cómo se destruyen sus semillas y decide mirar para otro lado.
Mauricio Reina
Investigador Asociado de Fedesarrollo