Al escribir esta columna está terminando una nueva jornada de protestas en el país. Estas manifestaciones se han convertido en un rasgo distintivo de esta administración: el presidente Duque ha pasado más de la tercera parte de su mandato atendiendo algún tipo de protesta social, una situación atípica que erosiona la capacidad de ejecución del gobierno.
¿Qué está pasando? Una primera lectura nos remite a las demandas de quienes protestan. Los sindicatos están contra el Plan de Desarrollo, pues, según ellos, va contra el bienestar de los trabajadores. Los estudiantes también atacan el Plan, afirmando que no refleja todos los compromisos resultantes de los paros del 2018, y piden más plata para el próximo cuatrienio. Los cafeteros se quejan porque sus costos están por encima de los precios del grano. Los indígenas quieren abordar con el gobierno distintos temas políticos, después haber llegado hace unas semanas a un acuerdo tentativo sobre asuntos económicos.
Tan variadas demandas sugieren dos escenarios. El primero consistiría en que el país está en una profunda crisis económica, que se estaría reflejando en problemas para todos los sectores. Pero ese no es el caso: la economía crecerá este año cerca de 3,5 por ciento, casi un punto porcentual más que el año pasado. De esta manera, Colombia sigue avanzando en su recuperación y se consolida en el grupo de países que sacan la cara por la región, junto con Perú y Chile, mientras otros como Brasil y Argentina (para no hablar de Venezuela) sí que la están pasando mal. Por supuesto, que el entorno económico colombiano tiene algunas nubes, como el panorama fiscal o la presión de los venezolanos sobre el mercado laboral, pero la magnitud de las protestas no se compadece con una economía que está razonabemente encarrilada.
Esto nos lleva al segundo escenario. Haga lo que haga el gobierno, las protestas seguirán ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Desde luego, hay algunas demandas legítimas, pero su sincronización con otras que no aguantan mayor escrutinio revelan que estamos ante un fenómeno más político que económico. Cuando arranca cualquier gobierno, todos le miden el aceite a ver qué pueden lograr. Pero en este caso las cosas han sido peores: el actual gobierno ha tenido una escasa gobernabilidad, producto de errores de su propio partido (que no se ha cansado de meterle palos en la rueda) y de un pobrísimo manejo del Congreso. Ante esa debilidad, los que protestan tiran con perdigón para pescar en río revuelto.
Para encarar esta delicada situación han surgido diversas ideas, que van desde ceder a todas las demandas hasta enfrentar las protestas con mano firme. Esas salidas pierden de vista la esencia del problema. Una solución definitiva al síndrome de los paros solo se logrará cuando se fortalezca la gobernabilidad, lo que conlleva un renovado liderazgo y un nuevo manejo del Congreso, y se implemente una ambiciosa política social vinculada a la productividad y alejada del asistencialismo. Lo demás son pañitos de aguda tibia para una fiebre que quema cada vez más.
Mauricio Reina
Investigador Asociado Fedesarrollo