Con el frenazo económico está terminando una etapa importante de nuestro desarrollo como sociedad: una generación completa de colombianos se ha formado en un entorno en que la prosperidad parecía no tener fin. Buena parte de quienes hoy tienen entre 20 y 30 años de edad nunca han vivido una crisis económica en su vida laboral, y lo que les sobra en riqueza material les falta en experiencia personal. Pocos saben qué significa superar un obstáculo o enfrentar el fracaso, lo que puede acarrear costos a la sociedad de acuerdo con la larga historia de la evolución de las especies.
Los hijos de la prosperidad más visibles son los de los estratos altos. Para no enredarnos en caracterizaciones, podemos definirlos de un plumazo: son aquellos que ante una corrección o una sugerencia se limitan a responder con un escueto "obvio". Hay que reconocerles la capacidad de síntesis, porque cuando dicen "obvio" lo que realmente quieren decir es "lo que me estás diciendo ya lo sabía, y si no lo sabía no es porque no tuviera la capacidad de saberlo, sino porque no se me había dado la gana de pensar en eso".
Y es que si algo les sobra a los hijos de la prosperidad es una desmesurada valoración de su potencial, que contrasta con la triste realidad: va uno a ver cómo son los que han salido de las mejores universidades del país y la mayoría ni siquiera saben escribir. Si a esa materia prima le sumamos unos padres que reemplazaron la comunicación y el afecto por regalos y sobreprotección, el resultado son unos embriones de tiranos incapaces de los que más vale esconderse. (Sobre la proliferación de este problema en Estados Unidos, vale la pena leer A Nation of Wimps de Hara Estroff Marano).
Pero este fenómeno no solo se da en los estratos altos. Así como en los últimos años muchos jóvenes vieron a sus padres cambiar tres veces de carro, otros menos pudientes los vieron cambiar la moto por un carro, o la bicicleta por una moto. ¿El resultado? Hay emperadorcitos en todos los estratos de Colombia. Vean el caso de los taxistas menores de 25 años: lo que más sorprende no es el frasco de gel que llevan en la cabeza, sino la displicencia con que encaran su trabajo. Además de que el pasajero es un bulto al que no vale la pena determinar, para ellos el taxi que les da de comer es un mal necesario porque están convencidos de que se merecen mucho más. Esa insatisfacción y displicencia generacional se repite en todas las actividades, desde los valet parking hasta los empacadores de supermercado.
¿Y acaso es malo que la gente esté insatisfecha con lo que tiene y que aspire a más? Por supuesto que no: de hecho, ese es uno de los motores del progreso. Pero solo uno... ahora que estamos empezando a encarar la crisis, también es bueno que los hijos de la prosperidad sepan que las cosas hay que ganárselas, que resolver problemas afina las aptitudes y que lidiar con el fracaso forma el carácter. Y sobre todo, es bueno que recuerden que Colombia es un país que aún está tratando de salir de la pobreza, y no esa especie de Miami simbólico donde confluyen los sueños de los hijos de la prosperidad.
Los hijos de la prosperidad
También es bueno que los hijos de la prosperidad sepan que las cosas hay que ganárselas, que resolve
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