El proyecto de reforma tributaria, o ley de financiamiento, tiene cosas buenas y malas. Entre las positivas sobresalen sus propósitos centrales, especialmente el de propender por una política tributaria progresiva y el de mejorar la competitividad del aparato productivo. Los bemoles están en algunos de los mecanismos propuestos para alcanzar esos objetivos.
Empecemos por las reformas propuestas al IVA, de las que depende la mayor parte de la meta de recaudo: 11 billones de los 14 billones de pesos que espera recoger el gobierno.
El proyecto propone ampliar el cobro del impuesto a buena parte de los productos de la canasta familiar, dejando por fuera servicios como la salud, la educación y el transporte. Esta idea tiene sentido desde el punto de vista redistributivo, porque de los bienes exentos y exceptuados no solo se benefician los pobres, sino además los pudientes y en mayor proporción.
Al cobrar IVA a esos nuevos productos, los que tenemos manera de pagarlo empezaríamos a hacerlo, mientras los estratos más bajos recibirían una devolución. Esa compensación se haría por adelantado y consistiría en alrededor de 52.000 pesos mensuales, que irían a los 4,3 millones de hogares de menores ingresos. Aunque los críticos dudan que se pueda hacer efectivo ese pago, el gobierno sostiene que los instrumentos desarrollados para programas como Familias en Acción permiten hacerlo.
El primer bemol radica en la anunciada reducción de la tarifa del IVA de 19 por ciento a 18 por ciento (y eventualmente a 17 por ciento). Aunque esta disminución suena bien para compensar el efecto de la expansión de la base sobre la capacidad de gasto de la gente, lo más probable es que no llegue a reflejarse en los precios al consumidor. Así sucedió cuando se bajó el IVA a las toallas higiénicas y nunca se sintió en los bolsillos. En contraste, la extensión del cobro del IVA al 30 por ciento de la canasta básica sí elevaría sus precios, reduciendo la capacidad de consumo e impulsando al Banco de la República a aumentar las tasas de interés, dos fenómenos que implicarían un freno para la actividad económica.
Por el lado de los demás impuestos, también hay luces y sombras. Es razonable la idea de bajar el de renta a las empresas, que tienen una carga tributaria altísima de acuerdo con los estándares regionales y que son las que crean empleo. Asimismo, tiene sentido elevar el impuesto de renta a las personas naturales que ganan más de 35 millones de pesos mensuales. Lo que resulta antitécnico es poner un impuesto al patrimonio de las personas naturales, que es un acervo histórico que no depende de la actividad económica corriente, y no a los dividendos del capital, que es el principal ingreso que reciben los más ricos del país.
Pero el mayor problema de esta reforma está en el Congreso. Mientras se dispone a discutir un proyecto que busca recaudar 14 billones de pesos, con posibles efectos inflacionarios y recesivos, está enredando la aprobación de las medidas orientadas a atacar la corrupción, que le vale al país 50 billones de pesos. ¿Ineptos o cínicos?
Mauricio Reina
Investigador Asociado a Fedesarrollo