En los últimos días ha ido tomando fuerza un singular debate sobre la desaceleración de la economía colombiana. Y no hablo solo de un hecho que ya es bien conocido: que este año la economía va a crecer alrededor de 3,5 por ciento. Me refiero a las inquietudes de observadores que van más allá, y que han ido tejiendo una psicosis que sugiere que la situación es peor de lo que parece y que el Gobierno está ocultando algo.
Ante esta clase de comentarios, hay que recordar que en economía hay profecías que se cumplen a sí mismas. El razonamiento es simple: si a los consumidores y los inversionistas les dicen mil veces que las cosas están peor de lo que piensan, ellos terminan creyéndolo y recortando su gasto, lo que a su vez profundiza la desaceleración.
Por eso conviene revisar qué dicen los datos disponibles, y separar los hechos negativos de las apreciaciones que sugieren que a esto se lo llevó el diablo. La mala nueva es bien conocida: la caída del precio del petróleo ha representado una amenaza para el crecimiento y la estabilidad macroeconómica. La pregunta relevante es cuál es la magnitud de esa amenaza y si las autoridades están en condiciones de sortearla.
La caída del precio del petróleo está afectando a la economía colombiana por tres vías. La primera consiste en un menor crecimiento.
Como ya se dijo, la mayoría de los analistas han ajustado sus proyecciones y hoy convergen alrededor de 3,5 por ciento para este año.
En el 2016 el crecimiento volvería a ser discreto (alrededor de 3,6 por ciento), y a partir del 2017 la economía colombiana retomaría una senda de crecimiento vigoroso, si el Gobierno logra sortear los desafíos macroeconómicos de la coyuntura.
Eso nos lleva a los otros dos efectos de la caída de los precios del petróleo. Uno es el descenso de las exportaciones, que profundiza el desequilibrio externo del país: este año la economía tendrá un déficit récord en cuenta corriente de alrededor de 6 por ciento del PIB. En la medida en que los flujos de inversión extranjera se sigan debilitando, es probable que tengamos que endeudarnos en el mercado internacional para financiarlo. El otro efecto tiene que ver con el impacto fiscal de la caída de la renta petrolera. Aunque el Gobierno ya hizo un recorte en el presupuesto de este año, tendrá que hacer más recortes aquí y allá, y con todo y eso al final quedará un hueco en las finanzas públicas de aproximadamente 1 por ciento del PIB, que impone la necesidad de una nueva reforma tributaria.
Como diría Pambelé, sería mejor no tener que financiar un déficit en cuenta corriente y no tener que hacer una nueva reforma tributaria.
Pero si tenemos en cuenta que el desempleo sigue bajando, que la inflación sin alimentos está bajo control, que el precio del petróleo se ha empezado a recuperar y que el dólar se está estabilizando, un crecimiento de 3,5 por ciento, en un vecindario que crecerá menos de 1,5 por ciento, dista de ser la catástrofe que algunos sugieren.
Mauricio Reina
Investigador Asociado de Fedesarrollo