Una pésima señal para un país es cuando la política es más importante que los demás temas sociales. Una sociedad que consume su energía en discusiones partidistas o ideológicas, desperdicia un potencial enorme en asuntos que producen poco bienestar y progreso. Cuando se miran las etapas históricas de prosperidad, coinciden con momentos en los cuales la prioridad se le otorgó a aspectos sociales, culturales y económicos.
Buenos ejemplos de estos periodos recientes de despolitización son los gobiernos de Dwight Eisenhower en Estados Unidos, la Alemania de Adenauer o el Frente Nacional (1958-1974) de nuestra historia. Son etapas en las cuales las naciones se concentran en los temas de fondo y dejan en un segundo plano el desgaste de las discusiones políticas. Por lo general, coinciden con fases de expansión económica, bajo desempleo y progreso general.
La política, como actividad asociada al buen gobierno, tiene toda su nobleza. Pero cuando es substituida por la rapiña, por el poder, el sistema pierde su orden y le asigna al sector público un peso desmedido en la vida de los ciudadanos. Es lo que sucede en Colombia en la actualidad. El gobierno Santos ha polarizado la opinión como nunca antes en la historia reciente. La sociedad está dividida entre los que creen que la paz debe lograrse a cualquier precio y los que quieren una paz sin impunidad.
La división se profundiza a medida que los responsables del Estado, que deberían buscar diálogos y puntos de contacto, se empeñan en atizar la hoguera con epítetos y persecuciones jurídicas a quienes no son de su mismo pensar.
El buen gobierno es el que no se nota ni es indispensable. Mientras menos dependa una nación de sus funcionarios, mejor está, pues puede dedicarse a producir y repartir. Resulta absurdo que sea más importante quien ostenta el título de ministro o director de una agencia estatal, que quien dirige una compañía progreso. Es triste cuando los ciudadanos perciben que la forma más rápida de salir de la pobreza es entrando en la política, en lugar de crear empresa. Deprimente es el espectáculo de la repartija descarada del presupuesto nacional entre barones enmermelados, que desvían nuestros impuestos para sus intereses personales. Cuando la mala política es el centro de atención de un país, es porque está en crisis.
Saludable es cuando los debates centrales de una nación se concentran en el modelo de desarrollo, las prioridades de educación, la promoción empresarial, los grandes proyectos de infraestructura, la lucha contra la pobreza y la inclusión social. Esa es la política que genera progreso, pues centraliza la energía nacional en aquello que produce bienestar general. La rapiña por los cargos públicos, ya lo sabemos muy bien, solo produce corrupción y pobreza.
En medio del derrumbe de nuestra productividad y competitividad, que se refleja en el déficit comercial, el país está desperdiciando su tiempo y atención en saber quién ganará la gobernación del Meta, la alcaldía de Cartagena o cuál será el partido con más concejales. Por eso, no es de extrañar que cada vez más ciudadanos sientan una repulsión automática cuando les platican de política, o hablan los políticos. Quieren alejarse, a como dé lugar, de ese universo falso, sucio e inútil que constituye el mundo del poder.
Lo importante no es la política.
Miguel Gómez Martínez
Asesor económico y empresarial
migomahu@hotmail.com