El gobierno de Donald Trump parece una serie de televisión. Cada semana hay un capítulo que sorprende y genera una nueva expectativa. Las declaraciones y los escándalos están al orden del día. Hay para todos los gustos, desde espionaje, sexo, dinero, traición y poder. Como en un dramatizado, el guión se presta para cualquier desenlace. ¿Qué va a suceder la próxima semana?
Trump ha decidido declarar la guerra al establecimiento estadounidense. A pesar de ser uno de los símbolos de esa sociedad, tiene un profundo desprecio por la élite que impone sus puntos de vista en un país donde la política es mucho menos importante que la economía. Como buen outsider, le debe muy poco a los poderes tradicionales que, desde la trastienda, han impuesto las agendas en Estados Unidos. Por ello, se puede dar el lujo de desafiar a los medios de comunicación, los dos partidos políticos, los poderes empresariales y a todo aquel que no comparte su forma de pensar.
Los enemigos de Trump están desconcertados, pues nadie se había atrevido a sacudir el establecimiento de una forma tan frontal. En el exterior sucede algo similar. Los europeos, siempre antiamericanos, no logran aceptar su abierto cuestinamiento a las instituciones y acuerdos heredados de la Guerra Fría. En Oriente Medio, su apoyo decidido a Israel y su pelea con Turquía atizan una hoguera que todos quisieran apagar.
China es uno de sus blancos preferidos. El excedente comercial estructural que ha permitido que ese país se convierta en el principal acreedor de Estados Unidos, es para Trump el objeto de ataques más directos. Que ellos sean los mayores detentores de títulos del Tesoro es una circunstancia que condiciona la fortaleza de Estados Unidos y cuestiona su preeminencia global. De ahí que las sanciones comerciales tengan como principal blanco a la economía china.
El problema con Trump es que muchas de sus jugadas le salen bien. Como buen empresario especulador, no le teme al riesgo. No es como todos los políticos que están calibrando de forma permanente sus movidas. Guiado por sus instintos y por un elevado concepto de sí mismo, apuesta duro y gana.
La economía es su área de mayor fortaleza. Logró un periodo de pleno empleo que no se experimentaba hacía 18 años. El ritmo de crecimiento sube (4,2 por ciento en el último trimestre reportado) y las bolsas de valores reflejan un optimismo generalizado. La apuesta de bajar de forma agresiva la presión fiscal a las empresas y personas está surtiendo efecto. El atractivo de un país con las características de Estados Unidos, sumado a su competitividad tributaria, lo hacen irresistible para quienes tienen que invertir en negocios que requieran tecnología y un mercado de elevado poder adquisitivo.
Trump es indescifrable para sus enemigos, que no entienden cómo puede salirse de los moldes establecidos. Para quienes no quieren a los estadounidenses, es el símbolo de todo lo que es necesario rechazar. Pero para muchos de sus conciudadanos, Trump es el que rompe el statu quo que desde Washington ha terminado por producir una parálisis del proceso de toma de decisiones políticas.
Muchos no lo dirán de forma abierta, pero una mayoría cree que Trump está en lo correcto.