“La prueba de que el diablo existe son las redes sociales”, me dijo una persona cuyo criterio respeto mucho. Al principio me pareció un vínculo simpático. Pero con el tiempo he ido encontrando facetas diabólicas en las redes.
La primera de ellas es su fuerte carácter adictivo. Para millones de personas, su única visión del mundo es lo que ven en las pantallas. Pueden pasar horas y horas desfilando con su pulgar lo que, para ellos, es la realidad de lo que sucede. Se van encerrando en esa sucesión interminable de secuencias e imágenes que los hipnotizan y envician.
Como sucede con el alcohol o las drogas, el adicto no es consciente del poder que tiene algoritmo que lo domina y lo guía por un sendero que está trazado. Mientras más consume, más le ofrecen de lo que le gusta para garantizar que seguirá enganchado. Pero el usuario cree que lo que él ve, las cuentas que sigue y los temas que le importan son iguales para todos los demás. Pocos son conscientes de que esa realidad ha sido fabricada para él.
Diabólico es el efecto que produce en los usuarios. En lugar que inducirlos a la reflexión los incita a la reacción. De ahí la agresividad y superficialidad de las respuestas y comentarios. Nos movemos en lo primario, lo inmediato y lo que nos dicen las tripas. Los que viven en las redes creen que, como sentencias de Séneca, lo que escriben perdurará por los siglos de los siglos. Se les escapa el carácter absolutamente perecedero de ese universo de la virtualidad.
Ningún entorno promueve más odio y violencia que las redes. Mientras más insultos y bullying, mejor. Para matizar la acidez, de vez en cuando hay algo divertido, positivo o realmente relevante.
Para miles de millones habitantes de este planeta las redes se han convertido en su fuente primaria de información y compañía.
En ese pequeño número de caracteres está todo lo que saben de lo que acontece en su realidad. Sin contexto ni análisis, sin profundidad ni reflexión, dan por verdad lo que leen sin saber que abundan las mentiras, exageraciones y falacias.
A pesar de las ventajas que tienen, los medios tradicionales enfrentan una competencia muy desigual. No pueden competir con la inmediatez, no pueden cubrir todos los temas que las redes abordan, pero sobre todo no pueden ser gratuitos. El que tiene un plan de telefonía cree que la red es gratis pues no siente que debe pagar nada por acceder.
El diablo es seductor, juega con nuestras debilidades, manipula nuestros instintos y nubla nuestra razón. Se parece mucho a las redes.
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Coletilla: el Mundial de fútbol, lleno de sorpresas, parece desvirtuar el socialismo. La libre competencia reduce las distancias entre los grandes y los chicos.
Miguel Gómez Martínez
migomahu@gmail.com