Colombia es un país dividido en muchas dimensiones. Una de ellas es entre aquello que hemos bautizado como formalidad y su opuesto, un tanto gaseoso, la ‘informalidad’. Esta segunda categoría, que recoge muchas características que se resumen en un camino de poca productividad y oportunidad de progreso, es la que abarca la mayor parte de la población del país.
Los factores que explican está segmentación son de distinta índole. Algunos de estos están relacionados con la manera en la que regulamos, intervenimos en los mercados y diseñamos políticas públicas. Otros, a las deficiencias en la generación de capacidades que permiten a hogares y empresas cumplir con los estándares que establece la regulación.
Esta exclusión en nuestro país tiene muchas caras. El 60,2 % de los ocupados no contribuye a seguridad social, y más agobiante aún, el 27,8 % de la población entre los 17 y 24 años no estudia, ni trabaja. Adicionalmente, 3 de cada 4 personas en edad de jubilación no tiene acceso a una pensión contributiva.
Por otra parte, de los 5,7 millones de empresas que operan en el país, 5,5 millones son micronegocios y tan solo 1,6 millones son formales. Cuando miramos al campo, encontramos que tan solo el 53 % de las Unidades Productivas Agropecuarias (UPAS) cuenta con un título de propiedad de la tierra.
Esta situación impide que un buen número de empresas y hogares en Colombia accedan a los beneficios que ofrece la economía formal, entre estos, la disponibilidad de bienes públicos generales y específicos, financiamiento, capital humano, tecnología y conocimiento, e incluso, la capacidad de insertarse en la economía global, limitando de esta manera sus posibilidades de crecimiento y de ser más productivos.
Si bien esta narrativa nos haría pensar que la porción formal de la sociedad corre con mejor suerte, esta disparidad también tiene consecuencias sobre su productividad. Las empresas formales son las que mejor responden con el financiamiento del Estado y cumplen con todos los marcos normativos. Consecuencia de ello es que del 55 % de los ingresos de la nación que provienen de impuestos directos, el 80 % sea aportado por las empresas formales. Estos costos afectan su capacidad de crecer y generar empleo.
El país enfrenta entonces al menos dos realidades que operan simultáneamente y que, en ocasiones, entran en tensión. Una Colombia de excluidos de las ventajas de la formalidad, incapaces de superar las barreras que imponemos en muchos casos desde las reglas mismas; y una Colombia de incluidos, que lleva sobre sus hombros una buena parte del peso de sostener el resto de la economía. Este arreglo es improductivo para ambos segmentos y resulta en menos posibilidades de progreso para todos.
Superar este círculo vicioso en el que ha estado envuelto el país por muchos años, exige un cierto nivel de pragmatismo respecto de las soluciones. Tenemos que hacer tránsitos hacia una mayor productividad, que saque provecho de nuestra riqueza natural, nos permita construir una canasta de bienes y servicios más diversificada y generar un ambiente que les permita a las empresas crecer y ser más prosperas.
Debemos observar detenidamente el impacto de los marcos regulatorios que hemos construido y pensar en si estamos generando los incentivos adecuados, concentrándonos en aquellos temas en los que los resultados son preocupantes como lo son la capacidad de generación de empleo decente. También debemos reconocer en los que tenemos avances que proteger, como en la provisión de salud. Finalmente tenemos que navegar con sabiduría en un escenario internacional complejo, donde renunciar a fuentes importantes de ingreso lograría debilitar nuestra capacidad financiar nuestras políticas públicas.
La transición energética, el cierre de brechas sobre todo con nuestro entorno rural, la superación de la pobreza y la convivencia en paz son retos enormes que tenemos que afrontar con pragmatismo, apertura, disposición al diálogo y énfasis en resultados. Los números nos dicen que necesitamos mayor crecimiento y por lo tanto tenemos que pensar obsesivamente en lograrlo. También nos dice que este debe provenir de mejores oportunidades para todos, de forma tal que eliminar las barreras a la inclusión debe ser también una obsesión.
La economía popular debe tener la posibilidad de crecer, para que la mayoría de la población inmersa en esta supere los niveles de vulnerabilidad que hoy la aquejan. El segmento más productivo debe buscar acompañar a estas empresas más pequeñas a encadenarse y formalizarse, pues a partir de este proceso se generan efectos virtuosos para todos. Le edición de 2022 del Informe Nacional de Competitividad hace un énfasis especial en estos elementos. A través de sus 16 capítulos y de una separata especial se presenta un diagnóstico independiente y riguroso acerca de los factores necesarios para que Colombia sea más competitiva, buscando aportar en la construcción del Plan Nacional de Desarrollo, a la agenda de políticas para el cuatrienio, y de manera más general, promover una conversación amplia sobre los aportes que todos tenemos que hacer para resolver muchos de los problemas que enfrentamos en esa dimensión.
El término “competitividad” puede resultar etéreo o alejado del día a día de los ciudadanos, pero en realidad reúne un conjunto de factores que nos permite justamente construir una vida mejor para las personas. Es una discusión que nos concierne a todos.
Informe en: www.compite.com.co.
Ana Fernanda Maiguashca
@maiguashca
@ColombiaCompite