El sector cafetero colombiano enfrenta un problema estructural, que hace que las crisis aparezcan de manera recurrente cada vez que los precios internacionales caen o la tasa de cambio se revalúa. Si uno midiera el número de crisis por la cantidad de misiones para la competitividad de la caficultura, ya van tres misiones desde los años 90 (una de Gaviria, una de Pastrana y la de Santos). El problema está sobrediagnosticado y se puede consultar en los anaqueles donde quedaron archivadas las recomendaciones de la última Misión Cafetera, liderada por el actual gerente del Banco de la República, Juan José Echavarría.
El problema estructural se debe a tres factores: 1) los costos de producir café en Colombia son muy altos, explicados, principalmente, por los altos costos de la mano de obra –y eso aun cuando a la gran mayoría de los trabajadores cafeteros no se les pagan ni las prestaciones legales de sus pares en otros sectores–; 2) la baja productividad de café verde por hectárea (18 sacos de 60 kg de café verde por hectárea en Colombia, frente a 30 sacos de Brasil o 22 de Honduras), y 3) unas finanzas del Fondo Nacional que no solo no cubren los programas del gremio, sino que anualmente comprometen el 50 por ciento de los recursos recibidos de los impuestos (contribución cafetera) que pagan los cafeteros para retribuir a la Federación por la administración de esos recursos.
Ante estos problemas, en el pasado Comité Nacional de Cafeteros, el gerente de la Federación, Roberto Vélez, salió, en una rueda de prensa, a “paisajear –en palabras suyas– unas soluciones para salir de la crisis”. Si su propuesta se caracteriza por algo es por su levedad y esta se dirigió a ver cómo soluciona un problema coyuntural: el nivel de precios en el mercado internacional, pero no mencionó ninguno de los problemas estructurales.
La propuesta de Vélez, si se puede llamar así, consiste en que el precio del café colombiano no siga usando la bolsa de Nueva York como referente. Es decir, que no sigamos usando el mercado i.e., la oferta y la demanda, para descubrir los precios, y, en lugar de eso, Vélez va a inventar un precio por debajo del cual no se puede vender el café colombiano. En palabras del gerente: “le vamos a decir (a los tostadores, que nos pague un precio) que nos cubra los costos de producción más una rentabilidad, puede ser 1,40 o 1,50 dólares, no hemos hecho las cifras” –nunca las hacen–.
Pero, independiente del nivel al que quiera vender el Gerente, el problema es pensar que uno vende a lo que quiere y no a lo que determina la oferta y la demanda en el mercado. Economía 101.
Su propuesta se quedaría a un nivel anecdótico de haber planteado “una idea loca” –en palabras del mismo Vélez–, sino tuviera tanta resonancia entre los cafeteros y en el mismo gobierno y, por lo tanto, sino tuviera un impacto de política pública.
Si la Federación, como ente privado, quiere vender su café al precio que quiera, sería su problema y sería un problema privado, lo cual no tendría, posiblemente, otra consecuencia, seguir perdiendo participación en el mercado de exportación, como lo viene haciendo la Federación desde hace dos años. El problema, sin embargo, es que la Federación, a través de su participación en el Comité Nacional, contribuye a fijar la política pública que regula todo el sector. La decisión de “que Colombia no pueda exportar por debajo de un precio mínimo” es una decisión pública y no privada.
Al hablar de que Colombia, el país, ya no solo la Federación, no podrá vender por debajo de un precio que fijaría el Gerente, tendría, además, un impacto en los impuestos que pagan los cafeteros.
Estas políticas públicas, tipo Maduro, de precios administrados sacados de la manga, fueron la regla en el manejo de la política cafetera colombiana hasta comienzos de este milenio. De hecho, ya en los años 90 a un gerente comercial de la Federación se le ocurrió la misma idea y decidió no vender el café colombiano por debajo de 1,82 dólares. El resultado de esta errada política fue que perdimos participación en el mercado mundial frente a otros productores de cafés suaves de inferior calidad, como Honduras, y, en la práctica, obligó a que los cafeteros terminaran pagando un impuesto variable con respecto a ese precio mínimo. Hoy, afortunadamente, los impuestos solo los puede fijar el Congreso de la República, y la idea de Vélez no solo es loca, sino inconstitucional.
Frente a la oferta y la demanda, desafortunadamente, con unas producciones récord en Brasil, Vietnam, Honduras y Colombia, hay poco por hacer –sí, en efecto, el problema de la sobreproducción no solo es del vecino–. De hecho, Colombia lleva una marca de cuatro años produciendo 14 millones de sacos anuales en promedio, lo cual hace que la visión apocalíptica de los cafeteros sea poco creíble entre los compradores del grano. Otra cosa sería si estuviéramos produciendo menos de ocho millones de sacos, como en ocurrió entre el 2009 al 2012, pero, afortunadamente, este no es el caso.
Krugman, en un reciente artículo en el New York Times, señalaba –acerca de los republicanos y Trump– si las propuestas eran fruto de la ignorancia o de una clara intención para desinformar. Cabe formularle la misma pregunta a la dirigencia del gremio. La labor de la Federación debería ser la de atacar los problemas sobre los que puede tener un impacto: los estructurales, y dejar que los precios se sigan estableciendo en el mercado por la eterna ley de la oferta y la demanda.
Felipe Robayo
Consultor