Nunca antes en la historia de Colombia se había presentado un gobierno abiertamente de izquierda. En parte, esta atipicidad regional se explica por la macartización de la izquierda, consecuencia de la existencia perenne, hasta hace un quinquenio, de grupos armados concebidos con un ideario de izquierda, pero cuya lucha armada fue corrompida por la influencia omnipresente del narcotráfico.
Estos grupos armados de izquierda (Farc, ELN, EPL, M-19) surgieron en los sesentas y setentas como consecuencia de un esquema de poder político cuyo acceso fue totalmente restringido a partir del acuerdo del Frente Nacional de 1956, que repartía durante veinte años el poder a partes iguales entre los dos partidos hegemónicos, Liberal y Conservador.
Un ejemplo internacional de esta dinámica fue Venezuela, en donde el Pacto de Punto Fijo de 1958 repartió el poder entre tres partidos (AD, Copei y URD); la diferencia fue que allá el descontento se materializó no en violencia armada rural, sino en el ascenso de un régimen estatal y revanchista como el chavismo.
En Colombia, el Acuerdo de Paz con las Farc planteó un cambio de escenario. Por primera vez se pensó en una construcción conjunta del país sin revanchismo, donde primara el diálogo a la confrontación y el debate ideológico a la polarización. Pero la administración que le siguió no entendió el momento histórico en el que se encontraba, ni la esperanza que flotaba en el ambiente.
Gobernó de manera sectaria, buscando defender el status quo de cualquier cambio que se avizorara en el horizonte. La equidad que tanto pregonó como su lema no logró ser traducida en políticas y programas que llegaran al ciudadano de a pie ni a las regiones.
Esa forma de gobernar se transformó pronto en turbulencia social, con dos oleadas de protestas impulsadas por una generación de jóvenes cansados de sentir un sistema político que se puso del lado de los poderosos, manteniendo privilegios tributarios y defendiendo la concentración de propiedad. Como tantas veces en nuestra historia, parte importante de la sociedad sintió que el régimen no la representaba, y que las puertas de acceso al poder político estaban selladas con el cerrojo del poderío económico.
En este escenario, la posesión presidencial del 7 de agosto adquiere un matiz especial. Gustavo Petro plantea defender las banderas de esa juventud iracunda, y Francia Márquez representa los pueblos y etnias históricamente excluidos del poder. Estas elecciones demostraron que en Colombia sí funciona el Demos Kratos, la democracia, el gobierno del pueblo.
Aunque el mensaje es poderoso, representa también una gran responsabilidad. El nuevo gobierno debe actuar como un equilibrista, intentando canalizar los cambios a través de las instituciones sin generar traumatismos económicos. Pero nunca es fácil cambiar estructuras sociales y económicas históricamente enquistadas, y la inercia institucional puede impedir satisfacer las expectativas generadas. Aún así, un cambio de este talante es bienvenido después de cuatro años de inmovilismo y plutocracia: Ploutos Kratos.
David Forero
Investigador de Fedesarrollo
dforero@fedesarrollo.org.co