El Monte Athos es una rareza. En el norte de Grecia, esta área montañosa reúne 20 monasterios ortodoxos que hacen parte de un territorio autónomo. No los cobijan leyes griegas ni de la Unión Europea; allí solo pueden vivir monjes de sexo masculino y no está permitida la entrada a mujeres.
Su origen monástico se remonta al año 963 d.C., y en sus principales sedes se han preservado por siglos piezas de arte bizantino de enorme valor histórico y artístico.
Buena parte de esas obras estuvieron escondidas por centurias y solo hasta el año 1997 salieron a la luz pública para que el mundo las contemplara, con ocasión de la declaración de Tesalónica como capital cultural europea.
Allí, a ese lugar y en esa fecha, me llevó la suerte, junto con un profesor inglés, experto en la materia. Así nos deleitamos un grupo pequeño de estudiantes por unos días, observando muchas de esas piezas con la admiración de quien descubre un tesoro maravilloso que estuvo enterrado por muchos años.
La semana pasada, me econtré un artículo en el New York Times que describía el drama de los museos de Estados Unidos, abrumados por los costos exorbitantes que implica guardar y preservar miles de obras que exceden, por mucho, aquellas que logran exhibir al público.
Los sótanos, depósitos y salas de conservación se han convertido en lugares más amplios que las salas a las cuales tienen acceso los visitantes, y las colecciones se volvieron un serio problema de recursos y manejo para esas instituciones.
En el fondo, al igual que en el Monte Athos, la discusión no es solo quién cuida esos tesoros, ni si quiera quién pone el dinero para conservarlos, sino qué sentido tiene mantener joyas históricas o artísticas ocultas, escondidas o guardadas, sin que más personas, el común de la gente, o cualquiera que tenga interés, pueda disfrutar y conocer de su existencia.
En ocasiones hubo que esconder obras de arte, piezas antropológicas, escritos valiosos, de las manos de conquistadores, fundamentalistas religiosos, o imperios arrasadores, para garantizar su preservación.
Como sucedió con la tarea épica de quienes ocultaron los manuscritos de Tombuctú, Mali, para evitar que los yihadistas los destruyeran en virtud de su fundamentalismo doctrinario en el 2012.
Pero otra cosa diferente es la carrera conservacionista, muchas veces impuesta por los mecenas y donantes, que implica para los museos retos financieros y de espacio descomunales, y hace más difícil que el arte sea en realidad patrimonio universal.
Hay algo típicamente humano en todo eso: la tendencia a guardar, a defender con celo lo que llega a nuestras manos o conseguimos con esfuerzo, y que consideramos de algún valor. De esa manera, las colecciones se convierten en obsesiones, en secretos ocultos, o en objetos de esnobismo pretensioso.
Cuando eso sucede, habría que preguntarse el para qué. El valor de un tesoro no radica en su valor intrínseco, material, sino en lo que representa para la cultura y goce de los demás.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia
jaimebermu@gmail.com