El ánimo de venganza como manifestación de la justicia es uno de nuestros instintos más básicos y primitivos. Es la razón por la que un crimen execrable usualmente termina justificando las demandas por respuestas más contundentes por parte de las instituciones penales, incluida la peligrosa iniciativa de la cadena perpetua o la pena capital para violadores y asesinos de menores, como sucede en estos momentos con ocasión del abuso y asesinato de la pequeña Yuliana Samboní.
Dos extremos coinciden en este inhumano crimen: de una parte, la víctima, mujer, menor de edad, de familia desplazada y extracción humilde. De otra, el presunto victimario, hombre, mayor, nivel educativo y familiar reconocidos en la sociedad capitalina. Con los agravantes de incómodas demoras en la expedición de la medida de aseguramiento, de alarmas del Fiscal General sobre manipulación de la escena del crimen, y del misterioso deceso de un testigo fundamental.
La ecuación víctima-victimario no puede ser más indignante. Por tal razón, las voces ciudadanas por el castigo son apenas comprensibles, pero es necesario analizar sus alcances para evitar la implementación de incentivos perversos que estimulen la capacidad de daño por parte de abusadores y predadores sexuales.
El problema de las penas máximas es, como su nombre lo indica, que no existe una pena adicional que inste al criminal a detenerse. Tal es el caso entre el abuso sexual y el homicidio, delitos entre los cuales existe una valiosa distancia que las leyes deben ponderar. Decía Montesquieu que en Moscovia, donde el robo y el asesinato tenían la misma pena, siempre se asesinaba: “Los muertos no hablan, dicen los ladrones”. Así, el primer problema económico surge si se asume que un ladrón se enfrenta a costos nulos cuando le da lo mismo llegar más allá en la escala del delito y convertirse en asesino, porque no hay pena adicional.
Pero existe un problema aún más grave y siniestro, descrito por el mismo Marqués de Sade, señalando que “mientras los ladrones tengan que pagar con la vida, como los asesinos, los robos no serán cometidos sin ir acompañados de asesinato”. Desde su oscura perspectiva, el tránsito del robo al asesinato ya no es simplemente neutral, sino que resulta recomendable: “Ambos delitos se castigan igual, entonces, ¿por qué no cometer el segundo para cubrir al primero?”. Esta cita de Sade en ‘Justin o los infortunios de la virtud’ refleja la existencia de costos negativos que en vez de instar al criminal a detenerse lo avocan a llegar aún más lejos en la magnitud de daño. Desde esta óptica, el asesinato es más racional que el robo.
Por tal razón, pese a la degradación del crimen perpetrado contra Yuliana Samboní y aunque en estos momentos resulte discordante con la inveterada costumbre de demandar justicia sin tener en cuenta sus costos, es oportuno señalar el peligro de la cadena perpetua o la pena capital para delitos de abuso sexual de menores, porque el ansia por la retaliación puede poner en mayor riesgo a las potenciales víctimas y generar rendimientos crecientes para el criminal.
En términos económicos, la ferocidad de las penas hace que se cometan más delitos para eludirla. En consecuencia, es necesario recordar que, desafortunadamente, el argumento irrefutable según el cual “los muertos no hablan” nunca fue patrimonio exclusivo de los ladrones.
Diego Rengifo Lozano
Profesor universitario.
drengifol@hotmail.com
Economía del delito y castigo
La cadena perpetua para el delito de abuso infantil puede ser costosa para la sociedad: se cometerán más delitos para encubrir el hecho.
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