Siempre me ha costado trabajo leer poesía, conectar con el ritmo y el significado de los versos. Por eso, las veces que alguno me llega de forma genuina, se queda ahí pegado. Así me pasó con aquel de León Felipe: “que no hagan callo las cosas/ ni en el alma ni en el cuerpo…/ pasar por todo una vez/ una vez solo y ligero, ligero, siempre ligero”.
Pero esa ligereza de la que habla el poeta, no tiene nada en común con la frivolidad. No es aquella que define el espíritu de nuestra época. Al menos no como la describe Lipovetsky (Anagrama, 2016). La civilización de lo ligero, tan actual, es una búsqueda por la liberación de todas las ataduras, por la provisionalidad, la evanesencia. Es la defensa a ultranza de la libertad individual, la comodidad, lo cool. Algunas de sus manifestaciones pasan por los happenings efímeros en el arte, el culto al cuerpo y al bienestar personal, la virtualidad anónima amparada en las redes, las agresiones y faltas de respeto cotidianas, la inmoralidad de los funcionarios, la desvalorización de cualquier proyecto colectivo que implique compromisos u obligaciones. De esa no es la que habla León Felipe.
Se trata de otra ligereza, una más sabia, que brinda serenidad, que nos libera de los miedos y los falsos deseos. Aquella que literalmente nos pone por encima del bien y del mal. Es la ligereza que está anclada en el equilibrio, libre del peso de las cosas, de las ambiciones, de la ansiedad que produce el futuro y el más allá.
Con esta otra ligereza me encontré de frente hace poco tiempo al morir mi mamá, luego de tres meses de padecer un cáncer. La muerte es implacable. Por eso, cuando el tiempo nos da la oportunidad, es un regalo ponernos al día para irnos sin cuentas pendientes y con el cariño de quienes se ama. Así se fue ella. Con el peso específico de la liviandad que genera el haber entregado todo, el amor a cada uno, la conciencia plena de las limitaciones, la intensidad de sus convicciones de la mano de la aceptación abarcadora de quienes vivimos y creemos diferente, con un profundo sentido de las proporciones acerca del dolor físico y el sufrimiento moral propio y ajeno. Y con buen humor, que es una enorme manifestación de gratitud hacia la vida y el desprendimiento de lo solemne.
Quizás ello es a lo que se refieren algunos cuando hablan de la muerte de los justos. Yo prefiero pensar que es más bien una forma de vivir, que permite llegar a la madurez plena, a la levedad del sabio, a la tranquilidad del espíritu, sin dejar de vivir intensamente, de aprovechar cada instante.
Y como parece ser tan difícil lograrlo, es bueno echarle mano a las muletas que nos encontramos por ahí, de vez en vez. Para eso me ha servido la poesía y los versos esporádicos que logro entender. Para no vivir en la marea rutinaria del entorno. Para sacar la cabeza y tomar aire, aquel que ayuda distinguir lo superfluo de lo profundo. Para leer los versos de León Felipe sin acostumbrarme. Y con ellos concluyo: “para enterrar / a los muertos como debemos / cualquiera sirve, cualquiera…/ menos un sepulturero”.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia
jaimebermu@gmail.com
COLUMNISTA
El peso de la levedad
La muerte es implacable. Por eso, cuando el tiempo nos da la oportunidad, es un regalo ponernos al día para irnos sin cuentas pendientes.
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