Para el mundo del teatro, Konstantín Stanislavski es un referente ineludible. Nacido en la segunda mitad del siglo XIX en Moscú, bajo el imperio ruso, desde muy joven vivió en un ambiente familiar impregnado por las artes y el drama. Cuando tenía catorce años, su padre adaptó el granero de su casa de campo convirtiéndolo en una sala de teatro para que sus hijos pudieran practicar. Y entre primos y amigos, fundaron una compañía de teatro amateur. Desde entonces, y por décadas, tomó apuntes, que se convirtieron luego en la base de sus enseñanzas.
En 1897 se conoce con Danchenko, respetado dramaturgo y director, en el restaurante moscovita Bazar Eslavo, en una reunión que duró catorce horas. Seguro hubo vodka. Y mucha inspiración. De allí surgieron las bases de la reforma teatral rusa de principios del siglo XX. Stanislaviski se rebeló contra el teatro acartonado, contra el antiguo estilo interpretativo, lleno de afectación y falso patetismo. Propuso un cambio fundamental: durante la ejecución del papel, el actor debe experimentar emociones semejantes a las que experimenta el personaje interpretado; buscar las afinidades entre el mundo interior del personaje y aquel del actor.
En sus propias palabras: “¿qué haría yo si me pasara a mi lo mismo que le ocurre en la obra al personaje que estoy interpretando? Busca y encuentra todas las razones que justifican las acciones de tu personaje, y después actúa sin reflexionar acerca de dónde terminan tus acciones y comienzan las suyas” (Manual del Actor, Editorial Tomo, 2014).
Al encontrarme con este texto, no pude dejar de pensar que nos falta un poco más de teatro, un poco más de Stanislavski. Ejecutar de la mejor manera nuestro papel, pero mantener fresco el ejercicio de meternos en la piel y ponernos en los zapatos de quienes interpretan otros papeles.
Necesitamos más que el blanco sienta como el negro, el flaco como el gordo, el hombre como la mujer, el cristiano como el musulmán, el rico como el pobre, el agresor como el agredido, el sano como el enfermo o discapacitado, el gobernante como el ciudadano de a pie, el médico como el paciente, el abogado como el cliente, el funcionario como el solicitante, el jefe como el empleado, el colombiano como el venezolano, el empresario como el campesino, el norteamericano como el mexicano.
Hay que despertar la empatía, esa capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. Promover escenarios de interacción y disfrute comunitario, donde cada actor se despoje de sus prerrogativas individuales para sentir como sienten los demás. Menos espacios privados, controlados y protegidos, y más espacios públicos, en los que todos somos iguales o menos desiguales. Más teatro colectivo, menos monólogo.
Lo anterior no es lo mismo que darle igual validez a todas las posiciones. No se trata de una tolerancia indiferente, relativista, que es una postura de comodidad argumentativa. Existen mejores argumentos que otros, así como puntos de vista inaceptables. Pero el pluralismo debe ser el resultado del razonamiento y del ejercicio de la empatía y no de su ausencia.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia
jaimebermu@gmail.com
columnista
El teatro de la empatía
Nos falta un poco más de teatro, un poco más de Stanislavski. Ejecutar nuestro papel, pero metiéndonos en la piel de los otros.
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