No tiene mayor sentido y sí, al contrario, muchas implicaciones éticas, e incluso legales, que las administraciones locales tengan presencia en redes sociales de la manera como hasta la fecha lo han hecho.
Pretender que una cuenta de Twitter de un alcalde, administrada con recursos públicos, tenga un cariz institucional es una utopía. Y, además, ningún mandatario local lo aceptaría. Es bien conocido que en las redes sociales mandan las subjetividades, las personas, y eso lo saben quienes hoy en Colombia ostentan dichos cargos. Ellos en los últimos años han aprovechado presupuestos destinados a comunicar logros institucionales y rendir cuentas para alimentar lo que en últimas es un capital simbólico personal. Esto, sin meternos con el tema de las páginas personales de funcionarios en Facebook, promocionadas en esta red y vaya a usted a saber con qué dineros.
El caso es que el gasto en redes sociales de una alcaldía o una gobernación termina siendo un desperdicio. Por cuenta de las cada vez más comunes cámaras de eco que cada usuario construye en su cotidianidad digital para blindarse de ideas contrarias a las suyas, los mensajes que por esta vía emiten los funcionarios solo tienen dos destinos posibles: azuzar el activismo político en su favor –algo que la ley no puede ver con buenos ojos– o ser leña para las hogueras de odio en las que sus opositores sueñan con arrojarlo.
Muy lejos estos fines del ideal mencionado. En muchos casos también ocurre que no solo la comunicación, sino, lo que es peor, la misma gestión de gobierno, termina condicionada por los valores de las redes. Así, se destinan millones a causas que pueden ser justas, hermosas y conmovedoras, como el bienestar animal, solo para lavar la imagen digital de una administración, dejando de lado rubros que son más urgentes, pero mucho menos virales. Por el afán de agradar a un puñado de obispos y cardenales de la moral y los neovalores tuiteros –los también llamados influenciadores–, por la ansiedad que produce la abstinencia de likes, se desvirtúa por completo la tarea del gobernante: velar porque prevalezca el interés general. Aquí se termina de esclavo de unos intereses, de unos egos, en cualquier caso, particulares.
Hemos llegado a un punto en el que lo más innovador, democrático y correcto, en términos éticos, que puede hacer un alcalde, un gobernador e incluso, aunque este tema tiene muchas más aristas, un presidente, es que su política de redes sociales sea ausentarse de las redes sociales. Lejos del ruido, esto les serviría a los equipos de gobierno para lograr un grado de conexión mucho más fuerte y real con las necesidades de la gente. Los liberaría, sobre todo, de la malsana adicción a la aprobación en tiempo real de quienes desde su computador personal tuitean 18 horas o más al día para lograr un mundo a su medida. No han sido, la mayoría, capaces de administrar sus vidas, que no terminen por derechas administrando ciudades y departamentos.
Federico Arango Cammaert
Subeditor de Opinión de El Tiempo