“No te ofendas papá. Pero lloré más cuando se murió mi pajarito que cuando se murió la abuela”. Así soltó mi hija, de doce años, una frase directa mientras pintaba mandalas y yo la observaba con actitud contemplativa. Traté de procesar en pocos segundos el alcance de lo que me quería decir y me aventuré a continuar con la conversación.
La abuela fue una mujer muy cercana a sus nietos, a cada uno. No era un tema de distancia o frialdad. Todo lo contrario, fue una abuela querendona. Quise ilustrarle las razones por las cuales yo pensaba que había sido una persona muy especial, en lo cual mi hija estuvo de acuerdo. Sin embargo, sus palabras mostraban mayor benevolencia con los animales que con los humanos. Era una premisa fácil, dada su pasión por perros, gatos, caballos, grillos y, en general, por todo lo que se mueva y no hable. Quizás, también había algo de actitud retadora y adolescente. Era una frase dura, pero genuina.
De inmediato llevó sus argumentos al terreno de por qué los animales son mejores que los humanos, por su nobleza, su armónica relación con la naturaleza, su existencia precedente a nuestra raza. Y en esa misma línea, me sacó la lista de las cosas malas que los hombres hemos hecho en esta tierra, el maltrato a los otros seres vivos y al medioambiente.
Es verdad, le dije, que los animales no hacen guerras ni son corruptos. Pero también hay violencia y crueldad en la forma como viven, cazan y se relacionan entre ellos; emiten Co2; y sobre todo, no han logrado cosas que la humanidad ha alcanzado, como los celulares y los computadores, la música y la literatura, la risa, los idiomas, y, en el mejor de los casos, la forma como nos ayudamos los unos a otros y superamos los retos más insospechados. No han inventado nada memorable. No son solidarios; al menos no en escala colectiva, aunque haya casos individuales y excepcionales. No pueden serlo.
Nuestra conversación no quedó ahí. Me dejó clavada una preocupación: que los animales sean considerados mejores que los humanos. Y sobre todo, la fuerza que cobra esta idea entre niños y jóvenes, entre los defensores de sus derechos, entre quienes promueven de buena fe la adopción de mascotas, en fin, entre todos aquellos que asumen una causa a su favor. Me preocupa más aún, que haya quienes le apuestan todo a la defensa de una ballena, un toro o un gato, pero no asumen un activismo similar frente a niñas y niños abandonados o maltratados, o personas que sufren o son asesinadas.
En buena medida, los hombres nos hemos encargado de ganarnos ese descrédito.
Muchas cosas hemos hecho mal. Pero me resisto a darle preponderancia a otras especies. Hay razones éticas, morales y prácticas para ocuparnos primero de los humanos. Sin arrogancia y con sensibilidad hacia el entorno, sin actitud de dominio, hay que recuperar aquellas cosas por las cuales históricamente hemos sido superiores, no inferiores a otros seres vivos. La mayor cualidad de los hombres y las mujeres es la posibilidad de reinventarnos, de hacer un poco mejor lo que hemos hecho antes. Hay que evolucionar, reivindicando lo más humano.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia
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Reivindicar lo más humano
La mayor cualidad de los hombres y las mujeres es la posibilidad de reinventarnos, de hacer un poco mejor lo que hemos hecho antes.
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