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Totalitarismo: la ideología que nunca muere

Aunque visten diferente y entonan consignas contrapuestas, los ‘sacerdotes’ de esta forma de pensamiento pregonan la homogeneización del entorno.

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Las sociedades se transforman, y mientras algunas ideas pasan de moda, otras se posicionan como innovadoras.

Pero al hablar de ideología, si hay una constante en la vida, esta es la pulsión autodestructiva de las ideologías totalitarias que nunca muere.

Hay quienes dirían que en América Latina las plataformas políticas convencionales, incluso aquellas más cercanas al corporativismo, ya no se mueven por ideologías, sino por intereses.

En este aspecto, al analizar el fenómeno del populismo en la región, uno cae en la cuenta de que la demagogia es el arte de saber explotar los clivajes y las sensibilidades de la población.

Los populistas, desde la Patagonia hasta La Habana, han sabido tocar temas impresionables, aludiendo a ciertos principios y postulados, que, aparentemente –corrupción de por medio– no aplican para la casta dirigente.

Pero la ideologización no es meramente una fachada instrumental para llegar al poder. Curiosamente, este tipo de flexibilidad práctica, es decir, esto de decir algo y hacer otra cosa, de implementar una política para luego revertirla con otra contraria –todo bajo un mismo paraguas ideológico– es bastante común en el marco de las ideologías totalitarias.

Puestos en perspectiva histórica, el marxismo-leninismo, el fascismo, el nazismo, el maoísmo, y el islamismo comparten una afinidad por el “ensayo y error”; por ajustar las cosas en función de cómo vayan resultando los eventos. Por supuesto, tanto comunistas como islamistas tuvieron sus debates, entre aquellos más prácticos, y aquellos más ‘revolucionarios’, dispuestos a atar lo tangible a lo abstracto, y no a la inversa.

Así y todo, las consignas utópicas tienen su propósito, y más allá de sus derivados propagandísticos, encuentran cause en los autoproclamados profetas de los movimientos sociales.

Si bien es difícil contabilizar lo abstracto, esto se convierte en una fuerza motriz que actúa cual dogma, condicionando a los receptores más susceptibles a su mensaje.

Desde luego, esto alarma al hablar de totalitarismo. ¿Cuántos crímenes de lesa humanidad se cometieron en el nombre de abstracciones, sea Dios, el pueblo, o una supuesta causa superior? ¿Qué es la historia sino el devenir que dejó la influencia de hombres presumidos, jactanciosos en su seguridad de estar guiados por los cielos?

Esta premisa identifica tanto a los extremistas religiosos como a los radicales seculares, quienes, en su afán de darles trascendencia a sus postulados, terminan deificando a figuras de referencia actual como histórica.

Esto, en el contexto latinoamericano, se ve bastante en el chavismo. La retórica de Chávez se convirtió en religión, y el “comandante”, tras su deceso, pasó a ser Cristo: el rey de reyes en un mausoleo de mártires.

Todas las ideologías totalitarias forman personajes que no solamente se explican a partir de si nacieron ricos o pobres, si fueron educados o malcriados.

A propósito del yihadismo, que está sacudiendo al mundo, la mayor parte de los terroristas no tiene agravios socioeconómicos –el punto en el que se agarran muchos sociólogos para explicar el proceso de radicalización–.

Por el contrario, entre tantos otros, Osama bin Laden nació en el seno de una de las familias más ricas y poderosas de Arabia Saudita. Umar Farouk Abdulmutallab, el joven que quiso estallar un avión en pleno vuelo en 2009, es hijo de un prominente banquero nigeriano.

Tampoco puede decirse que a Omar Mateen, el tirador de Orlando, le haya faltado techo o comida en su infancia.

El caso es que para algunos individuos las proyecciones utópicas, tan difíciles de discernir entre las variables socioeconómicas, nunca morirán.

Si bien en materia política pueden flexibilizar el dogma por finalidades prácticas, léase para pasar el tiempo de vacas flacas (el régimen cubano en tiempos recientes), para ganar votos que de otro modo no tendrían (los islamistas de África del Norte, Chávez en 1998), o para pecar en función de un bien mayor al largo plazo (el narcotráfico en los talibanes y en la guerrilla colombiana), estos individuos suscriben a una visión totalizadora de la vida.

Las circunstancias se transforman, y los eslóganes políticos cambian. No obstante, siempre estarán los sacerdotes del totalitarismo. Aunque visten diferentes colores, y entonan consignas contrapuestas, en definitiva pregonan la homogeneización totalizadora del entorno.

Todos tienen que suscribir al líder, a sus ideas, al movimiento, y al universo referencial macro que, según ellos, confiere sentido a la existencia.

En el momento en que esta ideología totalitaria cae, se viene abajo todo un universo de sentidos y significados.

Si la vida del individuo, su propósito en esta Tierra, pasa por la causa, y se entiende a sí mismo solo con la terminología provista por su Biblia política, entonces, ¿cómo esperar la rehabilitación? Dicho de otro modo, quienes realmente interiorizaron una ideología extrema, comprendiendo su mera existencia a través del prisma filosófico de un profeta popular, difícilmente pueden articular una nueva cosmovisión.

Esta reflexión ciertamente tiene mucho que ver con el proceso de paz con las Farc. La rehabilitación de los guerrilleros no es imposible, pero requiere de mucho cuidado y precaución.

Esto es especialmente cierto con aquellos que optaron en libre albedrío por unirse a la insurgencia. Por más que las ideologías pueden ser derrotadas, siempre hay nuevos totalitarismos esperando a la vuelta de la esquina.

Federico Gaon 
Licenciado en Relaciones Internacionales
fed.m.gaon@gmail.com

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