Para los que hemos sido fieles lectores del The Economist por décadas, nos resulta ofensiva la campaña del gobierno chino –si bien a través de publicidad pagada en esa revista– por ‘vender’ su versión de las razones que explican su éxito económico como resultado de su modelo político. Con argumentos sofistas –en el sentido etimológico de la palabra, como un esfuerzo por ofrecer argumentos inteligentes, pero falaces– para, deliberadamente, engañar al lector y, de paso, desacreditar el modelo democrático occidental y su protección de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos. (How China made it: The political philosophy behind the world’s most remarkable success story, marzo 10, 2018).
El indudable, extraordinario y bienvenido éxito económico de China constituye uno de los principales logros del desarrollo económico del siglo XX, al sacar de la pobreza a más de un billón de personas, después de la trágica década de la Revolución Cultural de Mao (1966-76). Sin embargo, el fin exitoso no justifica los medios autoritarios.
Los politólogos, desde mediados de los años 70 (principalmente, el alemán Fritz Scharpf) han hecho la brillante distinción entre dos tipos de legitimidad política: (i) la legitimidad a través de la participación (input legitimacy), la cual se centra en la idea de que los ciudadanos eligen y desnombran libremente a sus representantes y los hacen responsables directos por los resultados que se obtengan (gobierno del y por el pueblo -el que gobierna); y (ii) la legitimidad por desempeño o resultados (output legitimacy), que se deriva de mostrar logros tangibles en el bienestar de la población (ofreciéndole gobierno al pueblo. Estos conceptos de legitimidad se han aplicado más al examen del llamado déficit democrático de la Unión Europea, pero también al caso de China (Changuan, Populism and the People’s Republic, The Economist, octubre 20, 2018).
Los ciudadanos chinos no han podido escoger, sino que viven en un régimen de un partido único, el cual basa su legitimidad en el éxito económico logrado –a pesar de la corrupción, los privilegios de los ‘príncipes rojos’, el deterioro en la distribución del ingreso y la destrucción del medioambiente. Por ello, es crítico para China un rápido crecimiento económico y mejoras en la calidad de vida de la población, como fuente de legitimidad del régimen. Decir, como lo señala la propaganda que comento, que “Dar prioridad a mejorar los standards de vida de la gente es un concepto tradicional en la gobernanza política China”, es risible para quienes conocemos algo de la trágica historia milenaria de China.
Con esa óptica los modelos electorales occidentales y muchos de sus resultados subóptimos (Trump) los presentan, en los avisos que comento, como prueba de la superioridad del modelo autoritario chino. El pacto Faustiano de cambiar la libertad por el bienestar material es algo que debemos de plano rechazar. Ello no quiere decir que lo primero no sea importante y si no hay resultados en bienestar favorables para la mayoría de los ciudadanos, ellos están en su derecho de cambiar el gobierno por la vía electoral. La propaganda china busca que el único criterio de un buen sistema político sea una buena gobernanza y atacan “la dicotomía tradicional de democracia versus autocracia como algo vacío en el complejo mundo moderno, dado el gran número de democracias mal gobernadas que hay en el mundo”. ¡Puros sofismas!
La combinación de autoritarismo político con economías de mercado libre no es nuevo, ni tampoco ha sido exclusivo de la izquierda. En muchas ocasiones, la libertad política y la económica no coinciden. El escudo de Brasil indica el ideal de “Orden y Progreso” de 1889, cuando se convirtió en una república, sin mencionar libertad como en el nuestro “Libertad y Orden”. Esta aspiración se le atribuye al positivismo del filósofo francés Comte, en el cual una élite ilustrada y científica puede ordenar jerárquicamente a la sociedad, evitar la lucha de clases y, a través de un gobierno centralizado fuerte, lograr el anhelado desarrollo económico. Desgraciadamente, esa combinación tampoco funcionó, en buena parte por el racismo, clasismo y la ausencia de verdadera libertad económica.
Tal vez los chinos no deberían ufanarse de su modelo político y más bien reconocer más los aportes dados por las instituciones financieras internacionales y las ayudas bilaterales, que fueron claves para guiar el proceso de reformas del modelo comunista soviético hacia una economía de mercado y a construir la institucionalidad de la cual hoy goza China.
Por ejemplo, montar el Banco Central de China contó con un enorme apoyo del Banco Mundial, incluyendo asesorar la redacción de su ley básica (paradójicamente, similar a la organización territorial por distritos de la Reserva Federal de EE. UU., que intencionalmente no coinciden con la organización política de los Estados o las provincias en China, evitando así la captura regulatoria y, en el caso chino, operativa de la política monetaria por los gobiernos subnacionales), y montar uno de los mejores sistemas de pago del mundo, permitiéndole implementar con éxito una agenda de estabilidad y buen manejo económico que le ha servido muy bien a ese país.
Un poco más de modestia y agradecimiento por toda la ayuda (tanto en política económica, como experiencia, ideas y financiamiento). Esas contribuciones en las etapas formativas claves fueron cruciales para el éxito de las políticas que lanzó Deng Xiaoping. ¿Cómo lo sé? Porque en las reformas que refiero sobre el banco central, yo las orqueste como economista del Banco Mundial para China en el periodo 1989-1993.
En lo que sí nos equivocamos, de plano, los que, de alguna manera, contribuimos a la transición del modelo socialista al modelo hipercapitalista chino de hoy, fue en pensar que la convergencia económica iba también a llevar a una convergencia política y a un cambio en el modelo de legitimidad. Quizá haya en el futuro todavía una oportunidad de lograr un crecimiento acelerado en un contexto democrático. Como dijo el brillante e inescrutable primer ministro de Mao, Zhou-en Lai, cuando le preguntaron qué pensaba sobre la Revolución Francesa de 1789: “Es demasiado pronto para saberlo”, o como diríamos los colombianos “en juego largo hay desquite”, y la historia puede estar del lado del pensamiento liberal democrático. No es impensable que China, con una enorme, cada vez más rica y educada clase media, evolucione en el más largo plazo hacia un modelo de legitimidad más parecido al de Singapur, que al actual autoritarismo. Pero, por ahora, por favor, ¡no más cuentos chinos!
Fernando Montes Negret
Economista financiero