Cuando amanece y uno sabe que hay otra persona en algún lugar con una sonrisa en la boca, entonces uno sonríe también. Eso se llama sincronía, la ocurrencia de dos cosas a la vez, relacionadas entre sí. Esa es la magia del tiempo sicológico, el propio, el que controlamos y administramos porque así lo queremos o nos lo entregan como un regalo del destino.
El tiempo físico, por el contrario, es un tirano que no da tregua. Nos apura y va contando, es ineluctable en los segundos, en los minutos, en las horas y en los días. Cada instante se desvanece y a continuación hay que sobrevivir al siguiente. Es una secuencia que define el pasado, el ahora y lo que sigue hacia adelante.
Contra esa tiranía del momento, de esa cadena lineal de sucesos, pareciera que el tiempo sicológico nos rescata y nos protege. Nos permite saborear lo que se vive y recrear lo que se vivió a nuestro antojo.
Pero no siempre es de esa manera. En ocasiones nos tiende una trampa, como bien lo reflejan las coplas de Jorge Manrique, escritas a su padre fallecido en 1476:
Recuerde el alma dormida
avive el seso y despierte
contemplando
como se pasa la vida
como se viene la muerte,
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado,
fue mejor.
Esa nostalgia del ayer es la traición a vivir el hoy intensamente. Y se parece en contrapartida a la nostalgia del mañana, con la cual imaginamos que vendrán tiempos mejores, como cada vez que celebramos el año nuevo o suponemos que luego de años de intenso trabajo nos merecemos una vida plácida y tranquila, sin las afugias de cada día. ¡Mentiras! La vida no funciona así, al menos no para todos; tan solo para unos pocos, muy pocos.
Esas añoranzas pasadas y futuras rara vez son reales. La ilusión de un mañana mejor para nosotros está sujeto al albur de nuestra salud, de la situación de los que nos rodean y de la nuestra; de la vida misma. A veces, con el paso del tiempo lineal, la cuesta se empina sin contemplaciones. Y la cruel vejez, la enfermedad, o la adversidad, se convierten en un final que no sonríe, que lastima.
Por eso nos producen admiración y respeto aquellos que lo viven sin quedarse anclados en el drama o en el dolor. Como aquel que pierde su empleo cerca de jubilarse y emprende de nuevo la tarea; o aquella que sabe que su enfermedad le llevará a pasar meses, quizás años, postrada en una cama, pero le da sentido a cada uno de sus días. Precisamente, porque se sobreponen a fuerza de no dejarse vencer por el tiempo lineal.
A mí me gusta el tiempo colateral, el que disfrutamos con otros, en sincronía, el que convierte casi en eternos esos instantes breves, pero inolvidables. Como el que me hace sonreír a veces en la mañana.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia
jaimebermu@gmail.com