A finales de los sesenta, Philip Zimbardo, un sicólogo de la universidad de Stanford, diseñó un experimento que terminó volviéndose célebre. En el, Zimbardo tomó dos vehículos de idénticas características y los dejó abandonados en dos lugares de EE. UU. diametralmente opuestos: el primero en una calle del Bronx en Nueva York, y el segundo en la mitad de una zona residencial de Palo Alto, cerca de su universidad. En ambos casos los vehículos tenían uno de sus vidrios rotos.
Al regresar una semana después, comprobó que ambos vehículos habían sufrido destrozos similares. El vidrio roto fue la señal para que personas que se suponía reaccionasen distinto terminaran comportándose de forma negativa.
La conclusión que arrojó el experimento fue la siguiente: un deterioro incluso sutil que no sea corregido a tiempo puede dar pie a un cambio en comportamiento social que termine propiciando afectaciones de gran alcance.
Traigo a colación este experimento, porque creo que ilustra una amenaza a la que Colombia se expondría si se llegara a concretar una rebaja en su calificación crediticia. Considero que, en una situación como la que estamos atravesando, perder el grado de inversión podría ser equivalente a romper una ventana.
Así, una degradación soberana podría marcar la entrada a una espiral descendente, con el impacto que esto traería en la trayectoria de manejo macroeconómico responsable que nos ha tomado décadas consolidar.
No podemos pasar por alto esta perspectiva si tenemos en cuenta nuestros propios antecedentes. Recordemos que, a raíz de la crisis de finales de los noventa, la calificación colombiana fue rebajada a grado especulativo. Pero, lejos de sucumbir a ese golpe, en los años siguientes nuestra economía consiguió recorrer una tendencia virtuosa de recuperación y mejora de sus finanzas públicas. Gracias a ello, logramos regresar al umbral de calificación BBB en poco más de una década.
Sin embargo, estos desenlaces favorables suelen ser más la excepción que la regla. De acuerdo con cifras de Moody’s, en los últimos 20 años menos de la cuarta parte de los ángeles caídos (emisores que han perdido el grado de inversión) han recuperado su nota previa. Casi la mitad de estas entidades permanecen en grado especulativo, mientras que la proporción restante deja de ser calificada o entra en cesación de pagos.
¿Qué podría hacer que en esta oportunidad corriéramos la misma suerte de la mayoría de los ángeles caídos? En primer lugar, porque en medio de los desafíos que estamos viviendo son cada vez más las voces que claman por soluciones “alternativas”.
Entre ellas están la emisión monetaria para financiar al gobierno o el adelanto de utilidades del Banco de la República. Se trata de ideas que en apariencia lucen fáciles y pocos costosas. Nada más lejos de la realidad. Acoger tales sugerencias añadiría a la retadora perspectiva fiscal el deterioro de la confianza en la política monetaria, que es uno de los pilares más sólidos con los que contamos.
En segundo término, en los últimos días hemos oído opiniones según las cuales Colombia no tendría por qué temer a perder su grado de inversión. Tales posiciones se sustentan en que los activos financieros colombianos ya incorporan en sus precios actuales una rebaja en la calificación soberana, y que los inversionistas que tienen restricción para invertir en emisores BBB- o más tienen hoy en día una baja participación en las tenencias de deuda pública.
Tal visión no solo tiene el inconveniente de limitar el efecto de una pérdida en la calificación soberana a la reacción inicial de los mercados financieros, cuando en realidad implicaría un aumento permanente en el costo del financiamiento tanto del gobierno como de todos los agentes privados.
Además, restringiría las fuentes potenciales de acceso al capital externo, lo cual limitaría las posibilidades de recuperación. Subestimar el impacto de perder el grado de inversión también puede generar una falsa sensación de tranquilidad, que llevaría a que los tomadores de decisiones relajasen sus estándares frente a la responsabilidad en el manejo de la economía.
En tercer lugar, hay que tener presente que la pandemia ha tenido repercusiones profundas en el mercado laboral y el tejido productivo, las cuales afectarán la capacidad de crecimiento en el mediano plazo. Con una recuperación económica poco sólida será más difícil asegurar la sostenibilidad de las finanzas públicas, lo que a su turno complicaría las posibilidades de superar la categoría especulativa, si es que llegáramos a ella.
Es cierto que evitar una rebaja en la calificación no debería ser un propósito, sino más bien una restricción con la que las autoridades actúen en estos momentos. Pero debemos tener presente que superar las heridas que nuestra sociedad ha sufrido en el último año sería mucho más difícil si cayéramos en el grado especulativo y nos mantuviésemos en él.
En ese sentido, no olvidemos que para resolver los problemas de manera responsable, y al mismo tiempo mantener la credibilidad en nuestra economía y promover la confianza de empresarios y consumidores no hay atajos ni salidas mágicas.
De lo acertadas que sean las decisiones que tomemos a partir de ahora dependerá evitar que las determinaciones de las calificadoras sean la ventana rota que deteriore el vehículo que nos conduzca a un mejor destino.
Juan Pablo Espinosa
Director de Investigaciones Económicas, Sectoriales y de Mercado
Grupo Bancolombia