Si se le preguntara a un grupo representativo de colombianos en qué producto tenemos ventajas comparativas, estaríamos en problemas porque no hay mucho para elegir. En minería no somos sobresalientes y, además, se ha organizado una oposición férrea (sic) a explotar el recurso minero por ideología o ignorancia. Dependemos del petróleo para la generación de ingresos de funcionamiento del sector público, sin que Colombia sea un país petrolero en el mundo, y ni siquiera en el contexto latinoamericano. El país no será un jugador latinoamericano relevante en producción o exportación de gas natural en el mediano plazo (Argentina será la próxima potencia regional en gas, gracias a los masivos descubrimientos en la cuenca del Neuquén). La gran minería del carbón es competitiva, pero, además de generar recursos fiscales, no se traduce en progreso regional por la ausencia de encadenamientos con el resto de la economía y con los territorios. El oro podría generar recursos fiscales en escala modesta a mediana, pero debe pasar por un largo proceso de ordenamiento y de reestructuración industrial para reducir sus altos costos ambientales y sociales.
Un país sin manufactura no tiene futuro. Esta exige investigación y desarrollo y rigor técnico, fomenta la curiosidad y el espíritu comercial, obliga a mirar al resto del mundo, a competir. La sociedad de servicios solo se puede instalar sobre una base tecnológica sólida o, de lo contrario, desemboca en actividades inanes como los call centers. Por la combinación de muchos factores y por la historia, y a pesar de los esfuerzos permanentes de numerosos individuos por crear empresa, este sector viene declinando en importancia. No es clara la manera como los tratados de libre comercio vayan a impulsar a la manufactura colombiana. La única luz para la manufactura, débil todavía, aparece en su relación con una agroindustria que aproveche la mayor ventaja comparativa del país, como es la abundancia del recurso hídrico. Colombia es uno de los nueve países del mundo que concentra el 90 por ciento de las reservas mundiales de agua dulce. En agua superficial, solo el rendimiento hídrico promedio del país es de 63 litros por segundo por kilómetro cuadrado, seis veces más alto que el promedio mundial y tres veces más alto que el promedio de América Latina, según el Ideam.
La demanda mundial por proteínas animales, productos agrícolas y generación de energía eléctrica valoriza tremendamente la disponibilidad desaprovechada de nuestro recurso hídrico. Como otros analistas han comentado repetidamente, es muy diciente que la moderna agroindustria del Perú, localizada en áreas sometidas a estrés hídrico y con más de dos mil kilómetros adicionales de distancia a los mercados desarrollados del hemisferio norte que Colombia, exporte hortalizas. Los grandes productores en productos de alta visibilidad no han estado sometidos a la competencia internacional, por lo que la mejora genética, la ingeniería de riego y demás actividades relacionadas están rezagadas. El café ha perdido peso y solo tienen perspectiva de supervivencia los productores de nicho que se escapan del control de la Federación Nacional de Cafeteros, cuya desaparición sería muy beneficiosa para los productores y el país.
La exportación de flores ha perdido peso frente a Ecuador: se desperdiciaron tiempo y recursos para potenciar las ventajas comparativas iniciales. Nuestras frutas y hortalizas no cumplen con normas de calidad y fitosanitarias. Hace falta la llegada de una corte de productores apoyados en la tecnología y que los grupos de interés actuales se debiliten. Los nuevos grupos de productores rurales podrán aprovechar el agua a plenitud a condición de integrar cadenas de valor que vayan más allá de la producción de bienes básicos para compensar la desventaja de los altos costos de transporte de las nuevas zonas productoras como la Altillanura. Allí aparecen la manufactura y la tecnología.
En este contexto, pueden llegar inversionistas orientados a la producción agrícola de mínimo costo, tentados a reventar la cadena por el eslabón más débil, que es la capacidad institucional del país. Hay experiencias negativas de depredación del recurso hídrico, cuya repetición no se debe permitir. En China han desaparecido 28 mil de los 50 mil ríos que existían en ese país hace 20 años (ver http://www.theatlantic.com/china/archive/20 13/04/28-000-rivers-disappeared-in-china-what-happene d/ 275365 /).
La gestión óptima del agua bajo la alta demanda requiere tanto el uso de las herramientas rigurosas del análisis costo-beneficio y los modelos detallados de cuantificación del recurso, desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX, como de instancias para efectuar compromisos y ajuste de consumos por diferentes actores, empezando por el mecanismo de precios. El economista Paul Seabright, en su libro The Company of Strangers, argumenta, convincentemente, que el agua es tanto una institución como un bien económico. El aspecto institucional debe abarcar la interacción con la ciudadanía y la gestión del riesgo de inundación o de sequía. Estas funciones están separadas actualmente. La gestión sostenible del agua requiere un cambio profundo y eficaz.
Una alternativa ya enunciada por diversos especialistas consiste en crear un Ministerio del Agua, que se encargue integralmente de la ciencia, la tecnología, la política pública y la interacción con los actores, para consumo y gestión de desastres (incluyendo la adaptación hídrica al cambio climático).
El Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible podría desaparecer y convertirse en un regulador ambiental serio. El problema de la propuesta puede ser la creencia de que un ministerio fundamentalista y sin capacidades técnicas pueda garantizar la sostenibilidad de los recursos naturales.
Juan Benavides
Analista