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Análisis/ Conceptos vinculantes

La aspersión química no es un debate sobre acabar o no con las drogas y los cultivos, se trata de salud, de recursos naturales y soberanía alimentaria.

Redacción Portafolio
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Redacción Portafolio

Alejandro Gaviria, al recomendar el fin de las aspersiones aéreas con glifosato, asumió lo que muchos otros vienen soslayando desde hace 30 años. No solo acata los hallazgos de la OMS y los Autos de la Corte Constitucional, sino lo que revela millones de damnificados del uso de herbicidas, y las condenas judiciales.

Si este concepto no es vinculante, el principio de precaución sí. De tal forma, sorprende que se pinte el abanico de químicos que podrían o no reemplazar el glifosato. La aspersión química no es un debate sobre acabar o no con las drogas y los cultivos, se trata de salud, de recursos naturales y soberanía alimentaria. Todo químico conlleva riesgos.

Una cosa es el uso voluntario de una sustancia con conocimiento de los riesgos, por ejemplo, etiquetando al glifosato con los hallazgos de la OMS. Otra muy distinta es que un Estado imponga esta sustancia contra la voluntad de quienes sufrirán sus impactos. Lo que hay que ver es que las fumigaciones en sí son anacrónicas y contraproducentes a todo nivel. No por nada, ningúna otra nación se somete a ellas y, no obstante, en todos los países productores se erradica con éxitos y fracasos comparables. De tal forma, frente a la disculpa del compromiso de Colombia en materia de erradicación, las fumigaciones sí que no son vinculantes.

Colombia lleva 35 años de experimentación química, con propuestas de hongos, mariposas y un sinfín de agrotóxicos. Sería inconcebible que, en pleno siglo XXI y con todos los conocimientos científicos de la época, nos salieran ahora con que el estudio de la huella genética de la coca por parte del Departamento de Agricultura de EE. UU., en busca de modalidades experimentales de erradicación, arroja un nuevo medio de guerra ambiental. La superación de la adicción química colombiana empieza por el Estado.

Las aspersiones aéreas con mezclas químicas en contextos de guerra rememoran escenas de barbarie y destrucción incalculables. La guerra herbicida no es nueva. Ha sido prohibida desde 1978 por la “convención sobre la prohibición de utilizar técnicas de modificación ambiental con fines militares u otros fines hostiles”. Es el ‘desarrollo’ tecnológico de las guerras de tierra quemada de la antigüedad.

Estados Unidos, entre 1961 y 1972, fumigó 19 millones de litros de ‘agente naranja’ sobre millones de hectáreas de tierra vietnamita para eliminar la selva y alimentos de sus enemigos comunistas. En 1984 llegó la condena, cuando 2,5 millones de veteranos ganaron una acción de grupo por responsabilidad por el ‘agente naranja’. Los siete fabricantes del herbicida arcoíris pagaron 180 millones de dólares de indemnización. Los veteranos diagnosticados con las enfermedades ocasionadas, a ellos y a sus hijos, solo tienen que mostrar que pisaron tierra vietnamita durante las fumigaciones para recibir pensiones de incapacidad y reparación. El ácido 2,4-diclorofenoxiacético también ha sido experimentado en Colombia.

En 1975, a solicitud de EE. UU., el gobierno mexicano acordó asperjar Paraquat sobre sus cultivos de marihuana, con el argumento de que el consumo (estadounidense) era un problema y que el problema era el cultivo, y que, puesto que la marihuana con frecuencia se cultivaba esparcida en terrenos escarpados y la destrucción manual resultaba lenta y costosa, había que fumigar. En 1983, un estudio confirmó que el paraquat generaba fibrosis pulmonar a los fumadores ‘ilegales’ de marihuana estadounidenses y EE. UU. tuvo que suspender su ‘asistencia’. En Colombia también se ha experimentado con Paraquat.

El uso intensivo de herbicidas se trasladó a Colombia, donde, a pesar de la ciencia, el sentido común, imágenes y quejas sistemáticas, lleva 35 años ‘probando’ la ‘inocuidad’ de productos como, entre otros, el Roundup-SL®, cuyo uso no es practicado en EE. UU. ni en Europa, por los riesgo de daño ocular irreversible y para la vida acuática.

Las condenas en Colombia revelan dicho daño ocular y a cultivos orgánicos, lulo, yuca, bosques, pastizales con evacuación de animales para evitar su envenenamiento. El glifosato no solo da cáncer, desplaza y despoja a los campesinos de sus tierras.

Afortunadamente, los colombianos no comemos del campo, no tomamos nuestras aguas e importamos el pescado y la carne, así no corremos riesgos con las fumigaciones. El argumento de Estados Unidos es que más del 90 por ciento del glifosato es utilizado en la agricultura. Lo que no menciona es que parte de este 90 por ciento sirve a la expansión y productividad de la coca. El hecho es que, como lo revelan los procesos judiciales contra la Dyncorp, la información de fumigaciones es detentada por el Departamento de Estado, con lo cual ellos sí deben saber cuánto glifosato consumimos los colombianos.

El Procurador afirma que no fumigar favorece a las Farc y al narcotráfico. No nos informa cómo ni menciona los impactos a las multinacionales químicas. Mindefensa sostiene que, por razones de seguridad, hay zonas en las que no se puede erradicar manualmente. Allí donde se puede sembrar manualmente se debe poder erradicar manualmente, más con la desmovilización y el desminado en curso. Las quejas de miles de colombianos afectados por los herbicidas y los estudios ajenos a los objetivos de drogas son vinculantes. Ya es hora de parar esta autodestrucción.

María Mercedes Moreno

Coordinadora, Colectivo MamaCoca

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