El país atraviesa un complejo momento de su historia política. Primero, estamos en plena campaña presidencial. Pero además, la destitución disciplinaria y posterior restitución de Gustavo Petro como Alcalde de Bogotá ha generado una difícil coyuntura institucional. Por si fuera poco, mientras que la negociación en La Habana parece haberse ‘desacelerado’, las Farc han intensificado su actividad armada, en algunos casos implicando graves violaciones al Derecho Internacional Humanitario, lo cual pone aún más en entredicho su presunta voluntad de paz.
Por último, los resultados obtenidos por el Centro Democrático en los comicios del pasado 9 de mayo sugieren una cierta reconfiguración de fuerzas en la escena política cuyo impacto se hará notar durante los próximos cuatro años, cualquiera que sea el desenlace de la contienda por la Presidencia.
Con ese telón de fondo, diversos sectores de opinión de la más diversa orientación ideológica, han empezado a sugerir públicamente la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Semejante iniciativa contradice la que hasta ahora ha sido la posición inamovible del equipo negociador.
En efecto, Humberto de la Calle ha señalado vehementemente, en reiteradas oportunidades, que el proceso de paz con las Farc no implica, bajo ninguna circunstancia, una negociación sobre el orden constitucional vigente.
No sin razón, afirma que la Constitución de 1991 ofrece un marco suficientemente amplio y flexible para la negociación del Acuerdo para la Terminación del Conflicto, y para su posterior implementación.
Ahora bien, más confuso resulta el hecho de que quienes han planteado la convocatoria de una constituyente –tanto Petro como algunos senadores electos por el Centro Democrático–, lo han hecho sin precisar las circunstancias de modo, tiempo y agenda, ni los objetivos últimos que perseguiría una eventual reforma de la Constitución de 1991.
Lo que sí es cierto es que al abrir el debate en estos momentos, significa abrir una ventana de oportunidad para que la guerrilla reviva su pretensión de obtener la convocatoria de una constituyente, en la que una participación ventajosa y privilegiada les permitiría ‘refundar el país’ a su imagen y semejanza. Como consecuencia, semejante propuesta debilita la posición del Estado en La Habana.
Se ha dicho, además, que una constituyente sería el foro natural de validación de los acuerdos a los que finalmente se llegue con esa organización.
Se invoca, como precedente, la experiencia de la negociación y desmovilización del M-19 a finales de los años 80 –aunque ello implique desconocer la historia y hacer una amañada interpretación del pasado–. Hay, por otro lado, importantes diferencias de contexto, naturaleza y complejidad entre el proceso de entonces y la negociación de ahora.
Sin embargo, por improvisada que sea, tal iniciativa es todo menos inocua. Por ese camino, el proceso constituyente sería ya no el resultado de la incorporación de los actores armados a la acción política democrática e institucional, sino su puerta de entrada a la misma.
Dicho en otras palabras, el proceso constituyente no sería la consecuencia de la normalización política, sino el vehículo para el tránsito hacia el posconflicto. Lo anterior implica prolongar la negociación del acuerdo, y confundir su refrendación con su implementación.
Hay que insistir en que estos son dos momentos diferentes del proceso, y en que una constituyente no es un mecanismo idóneo de refrendación democrática de lo acordado. Existen otros instrumentos mucho más adecuados y expeditos para tales efectos, como la consulta popular o el referendo, los cuales están previstos por la Constitución de 1991. De hecho, no hay que olvidar que existe una propuesta ya bastante avanzada, el proyecto de ley estatutaria número 63 de 2013 (Senado) y 073 de 2013 (Cámara), por medio de la cual se dictan las reglas para el desarrollo de referendos constitucionales con ocasión de un acuerdo final para la terminación del conflicto.
Ventilar este tipo de propuestas en la actual coyuntura nacional tiene mucho de oportunismo político, y acaso también de revanchismo personal.
En lugar de una contribución crítica y constructiva al proceso de paz y a su eventual implementación, lo que se logra es enturbiar y enrarecer el ya difícil clima de la negociación en La Habana.
Al mismo tiempo, se eleva al nivel de un debate constitucional la discusión sobre el alcance de un acuerdo en el que ya es un logro haber persuadido a las Farc de su aspiración a obtener, por la vía de la negociación, la refundación del orden político, económico y social del país que no pudieron alcanzar por la vía de la violencia y la connivencia con el narcotráfico.
En estas circunstancias, una constituyente no sería el camino, sino una desviación en la ruta a seguir. Flaco favor acaban haciéndole a las instituciones quienes aspiran a convertir la refrendación de los acuerdos de paz en un proceso constituyente.
Así como perverso también resulta convertir la causa propia, el resentimiento personal y la contumacia frente a las instituciones, en catalizador de un proceso del que depende la definición de los fundamentos del ordenamiento jurídico y político del país.
En lugar de estar generando distractores como este, los líderes políticos deberían atender a los más altos intereses nacionales, y encaminar sus esfuerzos a la construcción de un consenso mínimo que haga viable la transición al posconflicto, garantice el derecho de todos los colombianos a la paz y a la recuperación de la convivencia ciudadana, con respeto a los principios de verdad, justicia, reparación y no repetición.
Y ese es un camino que definitivamente, al menos por ahora, no se transita por la vía constituyente.
Marcela Prieto Botero
Directora Ejecutiva, Instituto de
Ciencia Política - Hernán Echavarría Olózaga.