A quince meses para las elecciones norteamericanas, los analistas políticos dan como más que probable que la candidata por el Partido Demócrata sea Hillary Clinton, y adelantan un escenario mucho menos predecible, aunque mucho más entretenido, para el Partido Republicano.
Hasta 17 candidatos han anunciado su intención de liderar al partido para retomar el poder perdido con la llegada de Obama en el 2008, y si bien la oferta es variada, la mayoría tiene su origen en el sector público. Catorce son gobernadores o senadores, y pueden, con mayor o menor fortuna, mostrar sus haceres en la administración, pero tres de ellos vienen del sector privado. El más conocido es el magnate Donald Trump, que lleva semanas acaparando titulares en los medios de comunicación por sus salidas de tono y su discurso superficial, desestructurado, nacionalista y xenófobo.
Para sorpresa de propios y extraños Trump lidera las encuestas, duplicando en porcentaje al siguiente candidato. Según una encuesta del Huffington Post del 7 de agosto, Trump obtendría el 25,5 por ciento de los votos republicanos, frente al 12,7 por ciento de ‘Jeb’ Bush.
El hecho de que Trump anunciara su candidatura el 16 de junio, casualmente al día siguiente de que lo hiciera Bush, le ha permitido a este último cumplir con la obligación de formalizar ante su partido su aspiración presidencial y, al tiempo, permanecer en un cómodo segundo plano mediático, observando cómo el empresario millonario recorre los sets de televisión resbalando una y otra vez ante las preguntas de los periodistas, como un primerizo que se arroja a patinar sobre hielo. De no haberse lanzado Trump el 16 de junio, Bush se hubiera convertido ese mismo día en el centro de atención de los medios y en principal objetivo de los ataques demócratas, que no ven en él sino el nuevo proyecto político de la dinastía republicana del país.
Ser el primer foco de atención diario de la prensa y de los demócratas en una carrera de fondo, cuya meta se sitúa en fecha tan lejana como noviembre del 2016, ha de ser una tarea agotadora. En vez de eso, Bush se dedica a recaudar fondos, duplicando a Hillary Clinton, según el New York Times, y a reservar fuerzas para cuando llegue el momento de la verdad durante las primarias de febrero y marzo del próximo año. Para entonces, no sabemos en qué innecesaria polémica podrá haberse metido el bueno de Donald.
Es cierto que Trump lidera las encuestas y obtiene un resultado momentáneo insólito, pero no lo es menos que no hace otra cosa que crearse enemistades y antipatías cada vez que habla de los hispanos, las mujeres, o de cualquier otro asunto por el que se le pregunta. Puede tener 25 por ciento de apoyo, pero su techo no andará lejos, y para ganar la elección necesita la mitad más uno de los votos. Trump incentiva tanto el voto en su contra en cada intervención, que los rivales solo tienen que esperar delante de la televisión para ver cómo resbala de nuevo.
Para terminar de arreglarlo, durante el primer debate, celebrado entre los candidatos republicanos en la cadena Fox, Trump confirmó que de no ser elegido en las primarias, se presentaría como independiente, es decir, que se va a presentar sí o sí. Y entonces, ¿con qué objetivo va a esperar a sufrir una posible derrota para ir después como independiente y enfrentarse en noviembre al rival con quien haya perdido en primarias, y contra Clinton? ¿Por qué no va como independiente desde ya y se evita el enfrentamiento con candidatos más experimentados en procesos electorales y con mayor maquinaria de partido? Además, ir independiente encaja mucho mejor en su personalidad y le evitaría tantos meses de desgaste.
Parece difícil de creer, que disponiendo de años y recursos para preparar un candidato capaz de vencer a Hillary, que es de lo que se trata desde que Obama la nombró secretaria de Estado en el 2009, el establecimiento republicano no tenga previsto la aparición de un outsider, y no haya diseñado una estrategia al respecto. Es inverosímil pensar que el inmenso poder político y económico de la familia Bush no tenga bajo cierto control al fenómeno Trump, y no haya planificado todos y cada uno de los pasos que deben dar para llegar con éxito a noviembre del 2016.
Finalmente, queda por ver si Trump es capaz de mantener un discurso populista durante tanto tiempo, y de si la ciudadanía norteamericana, diversa étnica e ideológicamente, apoya a un candidato sin experiencia política, sin muchos escrúpulos empresariales, con una visión tergiversada del sueño y de los valores americanos, y cuya estrategia se dirige a captar a los sectores más radicalizados de la sociedad, en vez de a incorporar votantes indecisos de espacios moderados, que es, en definitiva, donde se ganan elecciones.
Alejandro Jordán Lorente
Profesor de Geopolítica del Cesa.