Los avances en La Habana, a pesar de tantas piedras en el camino, suman beneficios mutuos que las partes no tirarán adrede a la basura. Por las reglas acordadas, aspectos cruciales de la estrategia se zanjan paralelamente fuera de la mesa, desde ventajas militares hasta el mayor respaldo político, al interior y en el contexto internacional. El juego a múltiples bandas es más exigente para el Gobierno, que busca un acuerdo políticamente correcto con su contraparte, a la vez que debe asegurar el cierre financiero para el éxito de su ejecución.
Conocer los costos y anticipar la financiación de un proyecto es tan elemental para un economista, administrador, gobernante o para quien ejerce control, como para cualquier persona.
El acuerdo de paz de 1991 nos embelesó con la torre de derechos levantada sin calcular su costo. Más de dos décadas después de esta construcción seguimos sin plata para garantizar los derechos que consagró la Constitución Política. Para contribuir a no condenarnos con la repetición de la historia, compartí la reflexión sobre la ‘Viabilidad económica y fiscal del nuevo acuerdo social’ (Portafolio, 2-10- 2014. Días después, economistas y exministros posicionaron el tema financiero del acuerdo de paz y el Congreso aprobó el presupuesto de 216 billones de peso para la vigencia 2015, sin subsanar la alerta de la Contraloría General por la desfinanciación de 12,6 billones de pesos, lo que dejó en entredicho la autoridad real del órgano de control.
El déficit fiscal en las próximas vigencias será superior por las tendencias internacionales desfavorables, como la caída del precio del petróleo, y por la incorporación en el Plan de Desarrollo de los acuerdos de La Habana. Sin cálculos fehacientes por la incertidumbre de la culminación y refrendación del acuerdo, en el que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, cualquier estimación del costo de los compromisos sobrepasa las posibilidades de financiación con recursos propios e incluso supera la capacidad de endeudamiento del país, razón por la que ‘las cuentas del posconflicto no dan’.
Si financiamos la violencia con nuestro consentimiento tácito, con el silencio frente a los vejámenes de la guerra que no paramos a tiempo, ¿cuánto más debemos aportar para vivir pacíficamente? Cualquier contribución debiera darse en la medida de nuestras capacidades, sin estrangular a unos o a otros, mucho menos a las víctimas del conflicto. No será a los más pobres a quienes se pida lo que no tienen, con inequitativos impuestos a la canasta familiar. Más temprano que tarde la estructura tributaria debería tener mirada de largo plazo y criterio progresivo. Los sectores pudientes, que aumentaron su riqueza durante la guerra, ya no asustan con la manida amenaza de retirar sus inversiones, en un país que sigue siendo mina sin fondo para su expoliación.
Los victimarios tendrán que devolver lo usurpado, la propiedad despojada en violentas y sucesivas contrarreformas agrarias. Desde el Congreso, las fuerzas armadas u otros cargos del Estado, altos funcionarios se enriquecieron ilícitamente con el conflicto o facilitaron el traspaso ilegítimo de propiedades, riqueza que debe regresar a sus dueños. De igual manera, la estructura financiera de los alzados en armas debe desmontarse y entregar sus recursos para reparar a las víctimas y financiar las políticas públicas del posconflicto, incluidos los proyectos para la reinserción de los propios ex combatientes.
La otra fuente será la comunidad internacional, principalmente los países consumidores de droga cuya omisión y permisividad consolidaron emporios del crimen fuera de sus territorios. El periplo por la Unión Europea refleja el compromiso del Presidente para terminar el conflicto, pero se hizo en mal momento. Las señales de estancamiento global restringen la cooperación económica y el Presidente retornó con palmaditas en la espalda, en lugar de compromisos firmes de ‘cariño verdadero’, como denomina un amigo a los aportes generosos y créditos blandos. La mano estirada, y vacía, dejó un sentimiento de pérdida de dignidad, un sinsabor peor que el producido por el fracaso mismo del peregrinaje. Pero en lugar de amilanarnos, repotenciemos nuestro esfuerzo para hacer cálculos serios del costo de los compromisos en que nos pongamos de acuerdo; concebir una reforma tributaria estructural progresiva; sustentar el proyecto político, económico y social de la nación del posconflicto, con los beneficios para el resto del orbe, y desplegar una agresiva estrategia desde la Cancillería exigiendo el ‘todos ponen’, para que en dos años el Presidente vaya a la fija a recoger el fruto de la avanzada diplomática en el primer mundo, con control de metas nacionales y con organismos multilaterales.
Debemos construir la nueva torre y velar para que no vuelva a ser un ejercicio teórico de justicia. Entre otras instituciones, se delegó en la Contraloría la evaluación técnica y fiscal del país viable. El Contralor debe fajarse a fondo contra la corrupción, tanto como el Gobierno contra las carencias y la inequidad, pues de lo contrario, si no se frena la captura del Estado, ni se cierra el chorro vergonzoso de injusticia social, la paz nos será esquiva. La Contraloría puede asumir el papel protagónico que le corresponde en esta etapa histórica, avanzar en la evaluación de los acuerdos y en la proyección fiscal de políticas de gran envergadura. Estamos obligados a aprender la lección, asumiendo compromisos financiables, para que la Constitución Política no sea letra muerta ni una ‘carta de navegación’, sino la ley fundamental que se cumpla.
Gabriel Muriel
Magíster en Estudios Políticos, Universidad Nacional