Michael Sandel, probablemente el filósofo político más reconocido del momento, estuvo hace unas semanas en Bogotá. Invitado por la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, para participar en el lanzamiento del Centro de Ética Aplicada y promover su exitoso libro Lo que el dinero no puede comprar, Sandel habló sobre los efectos negativos de la penetración del mercado a diferentes espacios de la vida pública y privada. Esta invitación de la Facultad de Economía podría parecer paradójica o, para los mal pensados, una forma de los economistas de darse buena conciencia, en especial después de la crisis del 2008.
Parece haber un consenso más o menos explícito sobre la responsabilidad de los economistas en la tendencia nefasta que identifica Sandel: en nombre de la tecnocracia y en defensa del mercado han construido un discurso que parece eliminar el debate ciudadano de las decisiones de política. O al menos eso es lo que dicen películas, columnas, artículos, documentales y hasta el libro de Sandel; los economistas, con su pose tecnocrática y sus modelos complicados han olvidado la ética, el respeto por el otro, los valores superiores de la libertad, la igualdad y la solidaridad. Pero el interés por incluir reflexiones sobre la justicia y la moral en la formación de los futuros profesionales y sobre todo de los economistas es genuina, necesaria y de vieja data.
La percepción negativa de la economía y sus propuestas resulta de un aspecto propio al mercado como mecanismo de asignación de recursos: la capacidad para descentralizar decisiones individuales y así delegar, de una forma de orden espontáneo, algo que podría potencialmente hacerse a través de planificación central. Son precisamente las dudas y fallas generadas por las maneras de asignación de recursos centralizadas las que han contribuido a que la sociedad, y no solo los economistas, sugieran delegar en el mecanismo de los precios la asignación de recursos. Los filósofos liberales del siglo XVIII percibieron claramente cómo el mercado escapaba al poder de los tiranos y creaba un espacio de libertad que las formas políticas dominantes confiscaban; siempre y cuando el acceso al mercado sea en condiciones en las que unos pocos no puedan aprovecharse del mecanismo de precios: es decir con un alto grado de competencia e independencia.
Los economistas somos malos comunicando. Los conceptos y recomendaciones de política que formulamos ocultan un supuesto central que consiste en considerar que los agentes económicos tienen resuelto el problema de la ciudadanía y, por ende, el de su libertad individual. Algo propio y esencial a la humanidad de cada uno de los miembros de una comunidad queda por fuera en los modelos. El desafío parece estar en saber eso qué es, en qué consiste, cómo cambia y hacerlo presente en los razonamientos económicos.
El debate democrático es fundamental, pero frente a las demandas urgentes y múltiples de quienes sufren en la pobreza y la desigualdad, y con recursos públicos que siempre serán escasos, ¿cómo decidimos cuáles son las prioridades, dónde se logra el mayor impacto, cuáles son las alternativas y cuáles sus costos? La participación en la vida pública de todos los ciudadanos, como bien lo dice Sandel, no se puede reducir al momento del voto ni tampoco al de la compra y venta de bienes.
Si el ciudadano no tiene suficiente para comer, si sus seres queridos viven en la enfermedad, si sus posibilidades de educarse, de encontrar un trabajo digno o acceder a servicios públicos son muy bajas, ¿cómo exactamente le podemos pedir que participe en ese debate democrático? Y sobre todo, ¿cómo podemos evitarle poner a la venta las pocas cosas de su propiedad? Estas preguntas se están integrando cada vez más explícitamente a la profesión. Partiendo de que un individuo es más que un agente económico con preferencias, y para poder participar en la vida de la comunidad necesita presentarse en público sin sentir vergüenza, y eso empieza con bienes materiales, ropa, comida, salud, educación. De ahí la famosa –y ahora mal entendida– frase de los economistas: es necesario garantizar el acceso a los mercados. Esto no significa dejar todo a los mercados, sino que quienes participen en ellos sean ciudadanos verdaderamente libres de decidir sus transacciones. Como ya lo decía Hirschman, el riesgo de reemplazar ciudadanos alertas por consumidores inertes, está siempre presente cuando dejamos de cultivar el arte de la voz. Pero ese arte requiere unas condiciones materiales de vida mínimas; aquellas que parecen más cercanas a todos por los beneficios del mercado.
De pronto hemos olvidado que la economía está llamada a ser la consejera del príncipe, como decía Keynes, y no la reina de las ciencias sociales, como pretende Becker. No hay que matar al mensajero y menos cuando el mensaje ni siquiera son malas noticias: estos siglos de progresiva mercantilización de la sociedad también se han acompañado de grandes progresos para la vida en sociedad, como lo ha mostrado el psicólogo Steven Pinker. Que estemos mercantilizando la amistad, el reconocimiento o la participación en la vida pública no es responsabilidad del mercado, como si tuviera vida propia, ni la obra de los economistas, bastante menos poderosos de lo que nos creemos y nos creen.
Andrés Álvarez
Profesor asociado, Facultad de Economía, Universidad de los Andes.
En colaboración con Jimena Hurtado, profesora asociada, Facultad de Economía, Universidad de los Andes.