Seguramente, la reforma permitió a Suiza evolucionar frente a la rigidez de la Iglesia Católica de entonces y le dio elementos a su sociedad para actuar de manera particular y diferente. Resalta su posición en la historia del siglo XX y especialmente, por la calidad de vida que ofrece a sus ciudadanos. De allí se pueden observar, algunas condiciones que bien vale la pena tener en cuenta para la construcción de lo que podría llamarse la ‘Utopía bogotana’.
En medio del debate político que se vive y la ya extensamente analizada dificultad que tiene la ciudad en la mayoría de sus frentes, la falta de continuidad de la política pública resalta como la constante sobre la que no cabe duda, ni interpretación. El modelo político es el principal patrocinador de este fenómeno que ha garantizado a la ciudad no contar con un sistema público de transporte que ricos y pobres usen por igual, una infraestructura vial que organice los flujos de manera eficiente, un sistema de colegios que garantice calidad para salir del fondo en las mediciones internacionales, una política ambiental que tenga como prioridad al ciudadano y, verdaderamente, permita, por ejemplo, respirar algo distinto a las chimeneas de los vehículos que circulan impunemente, solo por citar algunos aspectos de la interminable lista que caracteriza la realidad bogotana.
Cada cuatro años el nuevo burgomaestre desecha lo trabajado por su antecesor y plantea nuevas metas, nuevos proyectos, y redefine la política pública. El costo de la discontinuidad es inconmensurable y la ciudad se ve enfrentada a una historia que se repite sin que se aprenda la lección. En buena parte esta costumbre se perpetúa por el carácter asignado a la alcaldía como trampolín hacia la presidencia de la República, que hace que el alcalde identifique su cargo como un puesto de oportunidad. Como el medio para un fin ulterior. La alcaldía de la capital se constituye en la ventana que permite mostrarse por un tiempo limitado, y, por lo tanto, imponer su sello distintivo resulta determinante. Mucho más aún si la promesa electoral se basó en contradecir a su antecesor y se asumió en campaña el compromiso de hacer realidad el gran cambio para la ciudad.
Frente a esta historia sin fin es que resulta interesante la referencia a los logros inocultables de la sociedad helvética. En particular, llama la atención la inexistencia de la figura del alcalde como lo conocemos. Allí no se elige a un responsable de dirigir a las ciudades. Se trata de un sistema político diseñado para que democráticamente y a través de elecciones con amplia participación de partidos y tendencias políticas, muchas de ellas verdaderamente contradictorias, se elija el equivalente de una junta directiva de la ciudad y no a un único responsable de su dirección.
Este sistema trae consigo importantes logros. Por un lado, al tratarse de una responsabilidad colegiada, se evita el carácter caudillista de la responsabilidad del alcalde y, por ende, la visión egocéntrica del cargo. No hay trampolín como tal, solo la responsabilidad de llevar a la junta de la ciudad la agenda del partido que se representa, y es allí que se da la discusión sobre la conveniencia de realizar ajustes a las políticas públicas existentes o la incorporación de unas nuevas. No hay el concepto colombiano de un plan de desarrollo que se define cada cuatro años y que le otorga al mandatario local la responsabilidad y la oportunidad de virar el rumbo de la ciudad a su entero criterio y conveniencia. Se trata de un modelo de gerencia de ciudad en que la continuidad prima y los cambios no están sujetos a la voluntad de un individuo político con agenda propia.
Pensar en este modelo para Bogotá es una utopía. Cierto. Sin embargo, la ciudad ha experimentado un deterioro continuo. Particularmente, en el sentido cívico de sus habitantes, que se manifiesta en cada esquina y, por ello, la reflexión resulta oportuna dada la coyuntura electoral.
Una manera de aprender del caso suizo y adaptarlo a las restricciones de nuestro sistema, es que los candidatos definan claramente aquellos proyectos de ciudad a los que les dará continuidad. Igualmente, cuáles cambiará sustancialmente o eliminará de su agenda. De esta forma, el control político resultaría mucho más efectivo y podría evaluarse la gestión de elegido con mayor precisión.
Claro está, eso suena a más de lo mismo. Es por esto que pensar en una reforma política al sistema electoral de Bogotá puede ser un primer paso hacia un esquema en que se garantice la continuidad y el largo plazo de la ciudad, que mientras no deje de ser el segundo cargo de la nación, se mantendrá sometida a la improvisación carismática de cada nuevo alcalde. Los suizos hicieron realidad la utopía.
Camilo Soto Franky
Presidente de Valfinanzas