Es claro que no se trata de hechos aislados. Así lo demuestra la seguidilla de atentados en contra de los camiones que transportan petróleo por las carreteras del país, cuyos conductores han sido obligados a derramar miles de barriles de crudo, contaminando las fuentes de agua.
Lo mismo sucede con las cargas de explosivos que han volado tramos de diferentes vías. En este el caso, el propósito es el de aislar poblaciones, creando cráteres de gran tamaño que obligan a detener el tráfico hasta que se pueda habilitar un paso temporal.
En ninguno de los dos casos hay una intención política determinada, fuera de la de enviar un mensaje de presencia territorial por parte de grupos como las Farc. Y eso se logra a costa del medio ambiente o la movilidad de las personas, que son las que pagan los inmensos costos que deja el terrorismo.
Adicionalmente, se encuentra el objetivo de afectar la economía. Al fin de cuentas tanto la minería como la infraestructura son las dos locomotoras más destacadas entre los diferentes ramos que influyen sobre la evolución del Producto Interno Bruto.
Y aunque, desde el punto de vista monetario, las pérdidas ocasionadas hasta ahora son relativamente menores, le agregan un elemento de zozobra a sectores que requieren un mínimo de condiciones de seguridad para crecer. Más de una firma se verá obligada en el futuro a tomar precauciones adicionales a las ya adoptadas, mientras que unas cuantas optarán por quedarse quietas o concentrarse en unas pocas áreas.
En cualquier caso, el daño no es solo en el corto plazo, sino que contribuye a empobrecer vastas regiones del país, condenadas al atraso y a la falta de oportunidades para sus pobladores. Semejante actitud vuelve a poner en duda la verdadera voluntad de paz de la guerrilla, cuya ambivalencia frente a la posibilidad de dejar las armas es incuestionable.
Adicionalmente, implica que tantos años de lucha acabaron siendo estériles. Porque si el objetivo era impulsar la revolución para dejarles a las siguientes generaciones un legado de progreso, la herencia es exactamente la opuesta. Aparte de la cuota de sangre y dolor que han asumido miles de familias colombianas, ahora sigue la insistencia de dejar cicatrices sobre el terreno, algunas de las cuales tardarán décadas en cerrarse por completo.
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