Aun así, la muerte del premio nobel de la Paz, a sus 95 años de edad, fue recibida con pesar y sorpresa en un mundo en el que millones le profesaban una gran admiración.
No es para menos.
Este abogado perteneciente a la etnia xhosa fue fundamental para que terminara el abominable régimen del apartheid, por medio del cual una minoría blanca en África del Sur sometió durante décadas y con puño de hierro a una mayoría de todas las demás razas, especialmente la negra.
Ante la discriminación, el joven Mandela ingresó a las filas del proscrito Congreso Nacional Africano, siendo capturado y condenado a cadena perpetua en 1962.
Su largo confinamiento terminaría 27 años después, cuando el aislamiento al que fue sometido el gobierno de Pretoria se volvió insostenible.
Fue en eso momento cuando el recién liberado dirigente probó ser un político formidable, que no solo llevó a sus contradictores a aceptar la inevitabilidad de llamar a elecciones, sino que evitó la que podría haber sido una cruenta guerra civil.
Debido a ello, buena parte de los merecidos reconocimientos que se le hacen a su figura tienen que ver con su capacidad de aglutinar a una sociedad dividida por los conflictos raciales.
En lugar de dejar que el revanchismo se impusiera, sus acciones como el primer presidente de la nueva era dejaron en claro que fue el mandatario de todos.
La manera estoica en la que soportó su encarcelamiento y la forma como resolvió un acertijo muy difícil le valieron el respeto del planeta entero.
Tristemente, sus sucesores no han estado a la altura de su responsabilidad, ante lo cual el peligro de acabar con un legado tan fundamental, está vigente.