Entre los años 1977 y 1979, décadas antes de que se hablara del cambio climático, se presentó, como se habría presentado muchas veces antes, una severa sequía en las Islas Galápagos, hoy uno de los parques nacionales más emblemáticos del mundo.
Más de la mitad de la población de varias especies endémicas de animales pereció.
Los individuos que sobrevivieron se reprodujeron y, en consecuencia, aumentó en sus poblaciones la frecuencia de aquellas características que les permitieron sobrevivir.
Ese fue, por ejemplo, el caso de los pájaros pinzones, y probablemente el de otras especies.
Esos cambios, o adaptaciones, dotaron a esas poblaciones de aves de una capacidad adicional para tolerar con mayor solvencia las siguientes sequías.
La de 1977-1979 en las Islas Galápagos pudo haber sido una temprana expresión del cambio climático que, décadas más tarde, como hemos visto, tomaría fuerza.
A nadie se le ocurrió en esa ocasión abrirle una investigación disciplinaria a algún funcionario por la falta de lluvia en las Islas Galápagos.
Nadie salió corriendo a irrigar las islas, a llevarles agua a las tortugas o a enterrar con cal a los animales muertos de sed. Nadie consideró lo ocurrido un “desastre o una tragedia ecológica”, como esta vez la han catalogado los medios en Colombia.
Los administradores e investigadores del parque, que por razones históricas tenían mucha claridad sobre el papel evolutivo de los eventos climáticos extremos, se limitaron a registrar lo ocurrido y a aprender.
Aquí, entre tanto, la sequía que se vive en Casanare y otras regiones del país ha dado lugar a la apertura de investigaciones disciplinarias a los funcionarios del Gobierno, y a recriminaciones y acusaciones a las empresas y los sectores productivos. Están buscando la fiebre en las sábanas.
Es muy posible que la sequía que se está presentado en el Casanare y en otros sitios del país sea, efectivamente, una expresión del cambio climático global.
Y es posible que futuras épocas de sequía o de lluvia extrema, que probablemente ocurrirán en las mismas y otras regiones, también lo sean.
Lo que seguramente no será posible es que la Procuraduría, ni nadie, encuentre pruebas objetivas que le permitan acusar a algún funcionario, empresa o sector económico por la sequía; o por el exceso de lluvia en alguna región de Colombia.
Lo que nos corresponde hacer como sociedad es lo mismo que hicieron las poblaciones humanas ancestrales a lo largo de centenares de miles años de evolución durante los sucesivos ciclos de cambio climático a los que estuvieron expuestas: tratar de adaptarnos a lo que no podemos controlar; o a lo que parece que ya se nos salió de las manos.
También podemos hacer desde Colombia una contribución, aunque sea relativamente modesta, a la mitigación del cambio climático mediante la reducción de las emisiones de gases con efecto de invernadero.
La mitigación implica, principalmente, la utilización cada vez más eficiente de los combustibles fósiles y la migración hacia fuentes más limpias como el gas, la hidrogenaría y las fuentes renovables no convencionales.
La velocidad de esos cambios depende, en esencia, de la competitividad económica de esas fuentes que, a su vez, es un asunto de oferta tecnológica.
Ese camino se está andando; aunque tal vez no con la celeridad necesaria.
De manera complementaria, la adaptación al cambio climático global es, en realidad, un asunto local; como locales son sus expresiones. Pero más que adaptarnos localmente al calentamiento, al enfriamiento, a la sequía o las lluvias, a lo que tenemos que adaptarnos es a la incertidumbre climática; al cambio como una condición que se vuelve permanente.
En el Casanare, y en cualquier otra región, la adaptación al cambio climático -a la incertidumbre- implica, entre otras, la restauración de los ecosistemas degradados para dotar a las regiones y a sus comunidades con la capacidad de soportar de mejor manera y recuperarse de eventos climáticos extremos; el fortalecimiento de las instituciones y organizaciones sociales y comunitarias, para reaccionar oportuna y efectivamente frente a ellos; y el uso de tecnologías en los sectores económicos (agrícola, minero, de generación de energía, de hidrocarburos, de transporte, de servicios públicos, etc.), que optimicen la utilización de los recursos naturales, minimicen el impacto de sus actividades sobre los ecosistemas y, más aún, contribuyan a la mitigación del cambio climático y a la mejor adaptación de las comunidades locales.
Finalmente, la adaptación al cambio climático también requiere el ordenamiento de los patrones de ocupación y aprovechamiento de los recursos del territorio: ordenamiento territorial.
Eduardo Uribe Botero
Exviceministro de Medioambiente