La geografía que Rusia ocupa ha hecho que el país haya sido siempre una nación en expansión. La ausencia de límites o de fronteras naturales hizo que a lo largo de la Historia, Rusia se expandiera como estrategia para defender sus espacios originales situados en el eje San Petersburgo-Moscú-Rostov del Don.
Al contrario que otras naciones protegidas por accidentes geográficos infranqueables, como Inglaterra o los EE. UU., Rusia se ubica en un gigantesco espacio físico vulnerable desde todos sus ángulos si no se agotan todos sus límites. Desde Gengis Khan hasta Hitler pasando por Napoleón, los rusos han visto amenazada su integridad territorial y han adquirido conciencia de su fragilidad geográfica. Solo un mal cálculo climatológico de estos últimos, evitó un desastre irreversible. Esta conciencia de peligro inminente hace que los rusos minimicen la importancia de las fronteras político administrativas, e interpreten que al no haber obstáculo geográfico alguno, los espacios que ellos no ocupen serán tomados por el vecino de turno de manera inmediata.
Algo similar a lo que sucede con Rusia, sucedió en el pasado con Alemania, que sin límites claros ni al este ni al oeste propició agresivas y mortíferas expansiones del Imperio Alemán primero, y del Tercer Reich después.
En el caso que nos ocupa, además de la ausencia de barreras geográficas significativas que separen a Rusia de Ucrania, la frontera político administrativa entre los dos países no respeta los límites culturales y étnicos de ambos pueblos, y se debe más bien al capricho de los dirigentes soviéticos que las dibujaron sin prever la desintegración de la URSS. Jrushchov entregó el territorio ruso de Crimea a la República Socialista Soviética de Ucrania como si se tratase de un regalo navideño, y tanto las regiones orientales de Ucrania como su litoral del Mar Negro son de etnia rusa y tienen una historia tan rusa como ucraniana. Jarkov (primera capital de la Ucrania soviética) y Donets fueron fundadas durante el Imperio Ruso, y se convirtieron en importantísimos centros económicos e industriales durante dicho imperio y durante la era soviética.
Estas consideraciones geográficas y culturales hacen que Vladimir Putin crea que una Ucrania independiente y soberana no es más que un accidente histórico que no debió nunca haberse dado. Putin siente que esta imperfección fronteriza permite a Rusia mantener derechos territoriales y políticos sobre Ucrania, o al menos sobre algunas de sus regiones, y es también la razón por la que cree que la comunidad internacional tiene poco o nada que opinar.
Cabe aquí preguntarse que puede hacer Occidente para frenar esta expansión territorial rusa, y lo cierto es que ante tan compleja pregunta solo aparecen respuestas insuficientes. Los EE. UU. necesitan encontrar fórmulas para afianzar su liderazgo global, deteriorado en este siglo por sus fracasos en Oriente Medio, pero en esta ocasión los métodos de presión diplomática habituales pueden no funcionar. Esta vez la situación es distinta porque el teatro de operaciones es una pieza importante de la casa rusa. No es el patio trasero, como podrían serlo las repúblicas centroasiáticas o algunas regiones de Europa del Este o los Balcanes, como Kosovo. Ucrania es el salón comedor de Rusia.
Los obstáculos a los que se enfrenta Occidente en esta crisis son de muy diversa índole. En primer lugar, sucede que el gobierno del depuesto presidente Yanuckovich, legítimamente constituido y con quién la Unión Europea negociaba tratados económicos hasta hace apenas unos meses, ha sido dimitido por la oposición tras los sangrientos disturbios de las últimas semanas. Lo cierto es que Yanuckovich no reconoce al nuevo gobierno y dice querer recuperar el poder, y Putin argumenta que Yanuckovich ha sido depuesto ilegalmente.
Además, Ucrania está profundamente endeudada y depende de los préstamos de Rusia, y Europa necesita de la energía rusa que pasa por los gasoductos ucranianos. La ayuda que occidente le prometa a Ucrania, tiene en realidad como destino final el pago de la deuda que este país tiene con Rusia. Por último, no es menos importante el respeto que la comunidad internacional debería tener por las minorías rusas de esas regiones.
Pero más allá de estas aproximaciones tan localizadas en Ucrania, no podemos dejar de lado la foto global y el rol que Rusia ha jugado en los últimos tiempos en la política internacional, especialmente en Oriente Medio donde Putin ha adquirido un protagonismo sobresaliente. Después de lo sucedido con Siria y con Irán, donde Obama ha salvado temporalmente los muebles, EE. UU. no puede ahora asilar a Rusia tal y cómo propone la estrategia de la Casa Blanca. En primer lugar porque es imposible aislar un país de diecisiete millones de kilómetros cuadrados, fronterizo con catorce países, y con docenas de alianzas económicas, militares, y culturales por medio mundo. Rusia no es Cuba. Y en segundo lugar porque Rusia considera que la causa de dicho pretendido aislamiento es una intromisión en sus asuntos domésticos, y con certeza buscará represalias.
Los escenarios de contraataque diplomático ruso son muchos y fáciles de prever: desde Siria y su dudoso, incompleto, y no certificado desarme de su arsenal químico, hasta Irán y su compromiso de mínimos en materia de no proliferación de armas nucleares, pasando porque no por Venezuela y Nicaragua, que aunque Obama no lo sepa, son aliados estratégicos de Rusia.
Lo cierto es que Putin cree ser el nuevo emperador del Impero Ruso y la comunidad internacional debe estar muy atenta a sus próximos movimientos aunque quizás Crimea, que fue rusa y que quiere ser rusa, no sea el lugar donde ponerle freno a la primavera.
Alejandro Jordán Lorente, consultor