En artículos anteriores planteé la pregunta ¿podrá la socialdemocracia sobrevivir la globalización?, y sugerí cómo (en ‘Crisis Europea’: ¿de regreso al borde del abismo’) aspectos de la hiperglobalización y la financialización de la economía global están erosionando las bases de la Unión Europea (UE) y por esa vía reforzando las dudas sobre una respuesta en positivo a esa pregunta. Se trata de que el estado de bienestar europeo no puede sobrevivir a la competencia global y la financialización de la economía mundial sin reformas que incluyan un ajuste fiscal incompatible con beneficios sociales/prestacionales insostenibles y una reestructuración productiva que fortalezca la competitividad; pero también de que esa competencia y financialización sólo serán compatibles con los ideales democráticos de la socialdemocracia si son racionalizadas mediante regulación.
Este problema tiene una dimensión económica y una de filosofía política cuya significancia histórica excede el debate actual en la UE.
Aunque estos dos aspectos están íntimamente relacionados, ya que en ambos casos se trata de la irracionalidad económica (en la primera dimensión) y social (en la segunda) de aspectos de la explosiva financialización de la economía global. En esta columna voy a enfatizar el primero y en la próxima el segundo.
En la primera dirección, esa finacialización da cuenta de los niveles de endeudamiento (relaciones deuda privada y pública al producto) escandalosos, responsables de la extensión de la inflación del gasto a toda Europa y Japón de manera que no sólo los derivados basados en última instancia en la titularización de activos hipotecarios riesgosos (involucrada en la explosión de la deuda privada) en EE. UU., sino incluso la misma deuda soberana de los países, están resultando demasiado riesgosos.
Asimismo, la forma como los especuladores le apuestan (credit swap insurances y shorting) a la caída de la deuda mediterránea, poniendo de nuevo en peligro la estabilidad de la economía mundial por la vía de la europea, es el resultado de la incapacidad de regular tanto a nivel nacional como global la actividad financiera de riesgo (que asigna los recursos del ahorro social a actividades de nula rentabilidad/racionalidad social). Esta incapacidad manifiesta las dificultades de acometer acción colectiva regulatoria global, ya que impuestos (a transacciones) o prohibiciones (de shorting) locales resultan inefectivos.
Se trata de una serie de actividades de manejo y transacción del riesgo cuya rentabilidad privada no justifica los paupérrimos resultados de un análisis beneficio/costo desde el punto de vista social.
Ganancias especulativas y de arbitraje monumentales mueven a los agentes concentrados en rentabilidades cortoplacistas a asumir imprudentemente riesgos excesivos (operando con los grados de apalancamiento inverosímiles posibles en el mercado de derivados) o a diseñar productos que, si bien responden a una demanda individual por evaluación y aseguramiento, ocultan y esparcen dichos riesgos a nivel sistémico.
A pesar de la lógica económica perversa manifiesta en la contradicción del interés individual vs. el colectivo del ‘si acierto gano yo, si no acierto pagan ustedes’, logran bloquear los intentos para que sean ellos quienes financien el aseguramiento de ese riesgo al cual, se niegan a ponerle precio.
En efecto, ese riesgo, con sus costos para la sociedad, se vería disminuido si se lograra reducirlo con sistemas de información y supervisión adecuados, y financiarlo mediante esquemas de capitalización y de liquidez.
Pero en ausencia de la regulación que logran bloquear, esa inversión en información y en liquidez no es acometida precisamente porque, a pesar de las enormes externalidades de esa información y esa liquidez (considérense los costos de una crisis que pudieran evitarse con ellas), los financieros esperan que sean otros miembros de la sociedad los que los asuman a pesar de que todos nos beneficiaríamos de mejor supervisión y de esquemas como un impuesto de Tobin.
Sin embargo, modelos de ese tipo, que además de forzarlos a pagar por el aseguramiento que reciben desanimaría las operaciones momentáneas moderando los riesgos excesivos y disminuyendo la volatilidad tan dañina económica y socialmente, son bloqueados por esa minúscula, pero poderosísima, porción de la sociedad a pesar de su impecable racionalidad económica y social.
El debate en la UE resume muy bien la disyuntiva, que lo es para todos los gobiernos sobreendeudados, como lo mostró la prolongada discusión entre Obama y los líderes republicanos y su desastroso resultado combinando lo peor de los dos mundos: recortando el gasto sin ganarse la confianza de los mercados, pero inhibiéndose así de implementar medidas que pudieran favorecer la reactivación y el crecimiento que le pudiera devolver dicha confianza.
En efecto, en un sentido está la presión de estos como incubadores y transmisores de la epidemia de desconfianza sobre la capacidad de los sobreendeudados gobiernos de Europa mediterránea de pagar su deuda (su capacidad para realizar ajustes impopulares); y en otro, la desesperación de los gobiernos al enfrentar esa presión (característica de la miopía de los mercados incapaces de pensar en el largo plazo) en una coyuntura depresiva en la cual el buen sentido económico indica la necesidad de incrementar la demanda para disminuir los alarmantes niveles de desempleo y crear condiciones favorables al crecimiento por serlo para la inversión.
Ricardo Chica
Director Centro de Estudios Asiaticos