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Opinión / Minería criminal

Al inmenso daño que sufre Colombia por la pasividad y la indolencia estatal frente a la minería “legal”, la de las explotaciones con 10.161 títulos vigentes, de los que apenas el 8% cumplen con sus obligaciones legales, se suma el de la minería ilegal sin títulos.

Redacción Portafolio
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Redacción Portafolio

Esta que también causa pobreza y destrucción social y ambiental a través del país. De acuerdo con el Censo Minero de 2011, 63% de las unidades de producción minera operan sin título, siendo  87% en el oro y 96% en el platino.

Un informe de 2013 de la Contraloría General establece que un gran determinante de la explosión de la ilegalidad minera es el modelo impulsado con el Código Minero de 2001, en el que “la política está diseñada para que en el marco de la legalidad subsistan sólo los empresarios fuertes” y no deja opciones reales para el desarrollo legal de la minería en pequeña escala.

Y que: “El diseño de la política minera del país, su aplicación y desarrollo normativo en medio de la tolerancia de las autoridades territoriales y la desnaturalización y baja capacidad de la institucionalidad minera y ambiental, son factores que, junto a las condiciones y características regionales, han propiciado en gran medida la actividad minera ilegal.”

Además, la minería ilegal se ha convertido en una muy importante fuente de financiación para la FARC y otros grupos armados ilegales, pues como lo manifiesta el informe, “no solamente se encuentra el Estado lejos del minero y su entorno, sino que su presencia es reemplazada fácilmente por grupos al margen de la ley, que asumen su papel en la ilegalidad: otorgan ‘permisos’, cobran ‘impuestos’, imponen a su manera un orden social, sancionan y condenan con la fuerza de las armas en total impunidad al margen de la Constitución y la Ley.”

Esto ha sucedido desde Santander de Quilichao a Zaragoza, para no ir muy lejos, pero el caso más emblemático es el de las minas de tungsteno que la FARC controla en el Cerro Tigre, en Guainía, cuyo mineral llega a través de intermediarios a transnacionales como Apple o BMW, para citar solo a dos de ellas.

El código penal limita las acciones sobre la minería ilegal a la destrucción ambiental y no persigue la explotación económica sin título legal de un bien de la nación, lo que debilita la lucha contra esa actividad ilícita.

Y el control policial de las explotaciones ilegales se ha dejado en cabeza de los alcaldes, con un exiguo apoyo de la fuerza pública y de unas autoridades ambientales ocupadas primordialmente en sus apetitos burocráticos, cuando se está enfrentando en muchos casos a redes criminales poderosas que ni el mismo Estado central ha podido controlar.

El Gobierno debe entender que la política minera va más allá de la aprobación en Bogotá de miles y miles de títulos mineros sobre el papel al primer postor, sin considerar sus efectos sociales, ambientales y económicos, e ignorando lo que pasa en las regiones. La prioridad hoy no está en las generosas políticas de incentivos y convocatorias para la gran inversión extranjera.

Para el Gobierno central, los Ministerios de Minas, Ambiente e Interior, y la Fuerza Pública, está en darle una respuesta integral a este fenómeno e impedirle que siga avanzando al ritmo actual.

Además de la devastación que causan, en esas minas ilegales mueren colombianos abandonados a su suerte y se genera gran parte de la financiación de la violencia que afecta Colombia.

Emilio Sardi

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