Es una verdad de a puño afirmar que el Procurador General de la Nación ha sido un funcionario polémico. Tanto sus posturas políticas, como sus relaciones con sectores del Congreso y sus actuaciones al frente del ente disciplinario han sido objeto de cuestionamientos.
Algunos incluyen el impulsar decisiones de los funcionarios a su cargo por cuenta de sus principios religiosos, como ocurre con la aplicación de la sentencia de la Corte Constitucional con respecto al aborto. Otras comprometen el patrimonio de la Nación, como su insistencia en que las pensiones que se les liquidan a los funcionarios de la rama judicial incorporen los discutibles criterios que expresaron sus fallos como Consejero de Estado.
De hecho, en la reciente discusión sobre si era procedente ponerles un tope a las mesadas de jubilación para controlar las mesadas escandalosas, Alejandro Ordóñez fue partidario del no. Afortunadamente su tesis fue derrotada, con lo cual las finanzas públicas se ahorraron la no despreciable suma de cerca de 50.000 millones de pesos al año.
Pero quizás ninguna otra determinación había producido tanto rechazo en el ámbito de la economía y los negocios como la de destituir e inhabilitar por 12 años al Superintendente Financiero y a un par de sus delegados. La razón esgrimida fue la actuación de dicha institución en los meses previos a la debacle de InterBolsa, la firma comisionista que se hundió hace algo más de un año.
Y es que aparte del respeto que genera la cabeza del ente de supervisión -quien seguirá en su cargo mientras se resuelve el recurso de reposición al que tiene derecho-, el trasfondo de la determinación es francamente peligroso, pues llevaría a la Superintendencia a actuar de manera “preventiva” ante cualquier indicio, algo que tiene tanto de largo como de ancho.
Por eso, existe la esperanza de que el Procurador rectifique su accionar, a pesar de que Ordóñez no es conocido como alguien que de pasos atrás.
Ricardo Ávila Pinto
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